En la remota Laponia, el visitante experimenta la soledad más absoluta.
No hace tanto tiempo, quizás apenas unos días, el agua gélida que ahora baña mis piernas era la nieve que coronaba un pico rocoso del norte de Suecia, 160 kilómetros por encima del círculo polar Ártico.
Una vez que se hubo derretido, llegó al río Rapa, que discurre por el corazón de Laponia, un paisaje primigenio de 9.400 kilómetros cuadrados de montañas, lagos y valles sembrados de bloques erráticos que es a la vez una sublime maravilla natural y una de las mayores zonas vírgenes de Europa. Con cuatro parques nacionales suecos (Padjelanta, Stora Sjöfallet, Muddus y Sarek) y dos reservas naturales, la Región de Laponia, declarada bien mixto del Patrimonio Mundial en 1996, es hoy un vasto refugio para la vida salvaje y un santuario para seres humanos saturados de tecnología: una relajante escapada al pleistoceno sin salir de la Europa actual.
Laponia posee un patrimonio diverso de importancia natural y cultural. Aquí moran comunidades del pueblo sami (o lapón, según la nomenclatura antigua) que llevan milenios recorriendo estas latitudes septentrionales. Sin embargo, son muchos los que creen que el alma de Laponia, su esencia, reside justo donde ahora me encuentro: en el valle del río Rapa, en el Parque Nacional de Sarek, uno de los lugares más remotos del continente. Aquí no hay carreteras, ni huellas de neumáticos, ni puentes.
Y por eso mis dos compañeros de caminata (una mujer, un hombre) y yo vadeamos las aguas impetuosas que nos llegan a las rodillas, con los pantalones remangados y las botas, atadas una a otra por los cordones, al cuello. Haciendo equilibrios sobre unas piedras lisas y resbaladizas, cruzamos el Rapa «al estilo hobbit», descalzos y con más de 20 kilos a la espalda.
«Treinta –me corrige Christian, nuestro guía sueco. Treinta los lleva él; veintipico son los míos–. De hecho, los tuyos no creo que pasen de veinte.»
Alto, rubio y de ojos azules, Christian Heimroth es un lacónico amante del aire libre. Tiene 35 años y todo el aspecto de un relajado monitor de esquí, pero en realidad es un avispado hombre de negocios, propietario de una empresa de actividades de aventura con sede en Jokkmokk.
Su becaria de verano, Karin Karlsson, también lleva 30 kilos de material, algo impresionante habida cuenta de que abulta la mitad que su jefe.
«Ni de broma –dice Christian–. Lleva veinticinco como mucho. Parecen más porque Karin es una pulguita.» «Cuidado, jefe –replica ella–. Seré menuda, pero muerdo.»
Karin estudia en una universidad del sur de Suecia. Apenas lleva unas semanas en Laponia, pero parece estar en su salsa. Morena y con gafas de pasta, es medio sami, de lo que se enorgullece.
«Este lugar saca lo más salvaje de mí», dice mientras nos calzamos las botas, cargamos la mochila y nos disponemos a continuar: un Iron Man sueco, un periodista estadounidense de mediana edad y una supergirl sami.
Para llegar al interior del Sarek –el corazón de Laponia– hemos pasado días enteros avanzando, ayudados de pies y manos, sobre piedras tapizadas de líquenes de color amarillo, verde menta y naranja herrumbre. Hemos atravesado bosques de abedules de follaje amarilleante, comido arándanos y moras y vadeado humedales boreales. Nos hemos hundido hasta las rodillas en arenas movedizas y hemos dado con el rastro reciente de osos y alces. Y todo ello en busca de un sendero que, por lo visto, solo existe en los mapas oficiales del parque.
Los pocos senderos que hemos encontrado son caminos abiertos por la fauna o por los pastores de renos sami, quienes están autorizados a apacentar sus animales en el parque, donde viven desde tiempos inmemoriales. En ciertos momentos del día, sobre todo al amanecer, es fácil imaginar lo que debieron de ver u oír sus antepasados más remotos tras alcanzar estas latitudes en busca de caza, envueltos en pieles de animales, anonadados ante el rugido del viento de los glaciares en retroceso.
En muchos sentidos Sarek es una imagen de aquel mundo nuevo que emergía ante sus ojos: colosales lomos de roca oscura descollando sobre un paisaje tallado por los mantos de hielo. El último se retiró del norte de Suecia hace unos 9.000 años, una fecha tan reciente que el sustrato rocoso, liberado del peso del hielo, sigue elevándose hasta un centímetro al año, un fenómeno que los geólogos denominan rebote isostático.
Al derretirse, el hielo dejó tras de sí un terreno salpicado de formas de relieve glaciar: circos, morrenas, drumlins, eskers, bloques erráticos y colinas tapizadas de piedras. Hoy, en el silencio absoluto de la naturaleza, la parsimoniosa acción de los glaciares todavía reverbera en Laponia, y se diría que aquella gran masa de hielo se fundió hace apenas un instante, permitiendo que los ritmos de la tierra y la piedra, del viento y la lluvia, dieran forma al paisaje.
En una época posterior –hace tal vez unos 5.000 años– se establecieron en Laponia los cazadores nómadas de renos de los que descienden los sami actuales, el pueblo indígena de la Escandinavia septentrional cuya vida se movía al compás de los rebaños de renos.
De origen caucásico y hablantes de una lengua ugrofinesa más próxima al húngaro que al sueco, se cree que los sami salieron de la Europa central y vagaron hacia el norte (hacia la península de Kola, actualmente rusa) y el oeste (cruzando los helados desiertos boreales de lo que hoy es Finlandia, Suecia y Noruega).
A juzgar por el arte rupestre y las piezas arqueológicas halladas en la región de Laponia, los renos definieron la cultura indígena de este lugar desde su mismo origen, un legado que puede seguirse sin solución de continuidad, de una generación a otra, hasta los sami actuales.
La relación entre los sami y sus compatriotas suecos es compleja, producto del secular desequilibrio de poder entre el Gobierno de Suecia y la minoría sami, radicada mayoritariamente al norte del círculo polar Ártico.
La familia de John Utsi, escritor e historiador experto en cultura sami residente en Jokkmokk, llegó a Laponia en la década de 1920, cuando el Gobierno noruego desalojó forzosamente a su abuelo, Per Mikkelson Utsi, y su familia de las montañas costeras de Skibotn. Los enviaron al sur, a Suecia. Su reubicación causó problemas. Incluso en una región tan vasta, los recién llegados invadían el espacio de unos pastores que llevaban generaciones establecidos en la zona. Y aunque John, como la mayoría de los sami actuales, no se gana la vida con el pastoreo, los renos tienen un papel protagonista en su vida.
«Los sami llevamos una doble vida –explica Utsi–. Hablamos sueco, parecemos suecos y casi todos vivimos en ciudades suecas. Pero actuamos como sami, porque eso es lo que somos. Llámele genética.»
Ya sea por genética o por educación, lo cierto es que un gran número de sami del norte de Suecia pasan el verano en Laponia, viviendo en cabañas y cuidando unos cuantos renos, pescando y cazando alces, una actividad vedada en el parque al resto de los suecos.
Durante siglos el Gobierno y la sociedad suecos reprimieron las tradiciones sami, afirma Utsi. Pero reemergieron cuando los sami, que vivieron un despertar político en la década de 1970, exigieron y obtuvieron respeto por su cultura en el escenario nacional e internacional.
Cada vez que nos detenemos para descansar o comer bayas, Christian saca un mapa plastificado del parque. «En Laponia te pierdes a nada que te despistes –dice–. Y sin despistarte… también te pierdes, qué demonios.»
Mientras él y Karin estudian el mapa, yo observo a través de los prismáticos el valle, las laderas y los bosques de abedules que las cubren, con la esperanza de detectar cualquier movimiento o mancha oscura que revele la presencia de un reno, un oso pardo, un glotón, un lince o un alce.
Christian, Karin y yo somos los únicos seres humanos en el parque, o eso creemos hasta que en lontananza distingo a dos mochileros que se desnudan junto a un arroyo de aguas alborotadas, preparándose para vadearlo. Al cabo de un rato los saludamos como se saludan quienes viajan por en medio de la nada, con efusividad y generosidad casi rituales. A ellos no parece importarles posponer su baño de media mañana en aguas gélidas.
Vienen de Alemania. Uno de los dos, un hombre de 30 años, de melena rubia rizada y sonrisa un tanto cohibida, explica que planean cruzar el Rapa un par de kilómetros más arriba y caminar otros ocho o nueve días.
«El problema es que ya nos estamos quedando sin víveres», nos dice. «Hemos calculado fatal –añade su amigo, un tipo alto con perilla y pelo negro recogido en una coleta tirante, al estilo de la estrella sueca del fútbol Zlatan Ibrahimovic–. Solo llevamos caminando unos días.»
«¿Hay algún teléfono de emergencia por aquí?», pregunta, abarcando 2.500 kilómetros cuadrados de naturaleza virgen con un simple y desenfadado movimiento del brazo. «Solo uno –responde Christian. Los viajeros palidecen y observan con preocupación el punto remoto que el sueco les indica sobre el mapa, a días de distancia de su ruta prevista–. Una vez estás en el parque, tienes que arreglártelas por tu cuenta.»
Les damos una barra de pan y un poco de muesli y les deseamos suerte. Horas más tarde los diviso desde una meseta que domina el valle. Están a kilómetros de distancia, dos figuras diminutas que vadean el Rapa en ropa interior. Desvinculados a todas luces del mundo, internándose en el pleistoceno.
A un par de metros de mi mirador hay un riachuelo, un pequeño y prístino arroyo de aguas de deshielo que corren ladera abajo buscando el Rapa. Sumerjo en él mis manos y bebo.
Los alemanes van a pasar un hambre atroz en su caminata por Laponia. Pero jamás, en lo que les queda de vida, beberán un agua mejor.