Víctima de una tempestad en el Cabo de Hornos, el navío de línea y sus 644 tripulantes fueron a parar a la isla de Livingston meses antes de que Gran Bretaña tomase posesión de la zona
La Historia de España no se puede entender sin prestar atención al mar. A todo lo bueno, y también todo lo malo, que se ha logrado surcándolo, conociéndolo y, en algunos casos, sufriendo su cólera; como le ocurrió al navío de línea «San Telmo». Enviado en 1819 a América con el objetivo de combatir los levantamientos independentistas, el buque acabó varado sin remedio en el, hasta entonces inexplorado, continente helado de la Antártida a causa de una tempestad.
Allí su tripulación, compuesta por 644 marinos, probablemente murió rodeada por gélidas aguas y cascotes de hielo. Dada por perdida la embarcación desde la Península, poco tiempo después, los ingleses llegaron y se anotaron el tanto, pasando a los libros de Historia como los primeros en llegar a este remoto e inclemente territorio. Mientras tanto, la acción española quedaba silenciada. Caía en el olvido más remoto.
Hacia el fin del mundo
Igual que en el caso del descubrimiento de América, la llegada española a la Antártida fue fruto del azar. Ninguno de los hombres que iban a bordo del San Telmo el día que zarpó de Cádiz rumbo hacia el oeste, el 11 de mayo de 1819, podía imaginar que unos meses después se encontrarían atrapados en uno de los territorios más inhóspitos del planeta. Por el contrario, lo más normal es que para entonces se encontrasen en El Callao (Perú), donde se unirían a las menguantes tropas realistas que combatían a favor de los intereses de la metrópoli, regida por entonces por Fernando VII.
En la misión, el navío de línea, que ejercía como nave capitana, iba acompañado por el «Alejandro», un buque de construcción rusa que tuvo que retornar a España pocas semanas después del inicio de la travesía, y dos fragatas, una de guerra y otra mercante, llamadas respectivamente «Prueba» y «Primorosa Mariana». Al mando de la expedición se encontraba un almirante criollo veterano de Trafalgar llamado Porlier, que según se dice, comentó antes de zarpar, como si de una premonición se tratase, que se dirigía a una misión de la que no esperaba retornar con vida.
Para llegar a su destino, los cuatro buques tendrían que doblar el Cabo de Hornos. Bajo las embravecidas aguas que lo recortan yacen los restos de cientos de navíos que, a lo largo de los siglos, han naufragado en esa punta de flecha en la que se encuentran el Atlántico y el Pacífico. Surcarlo supone un reto apto únicamente para los mejores marinos y las naves mejor preparadas, como era el caso del «San Telmo». Botado el 20 de junio de 1788, el buque contaba con 54 metros de eslora y 74 cañones. Antes de tomar parte en la travesía hacia El Callao, había participado en la Guerra de la Independencia española, donde combatió junto a buques ingleses.
Durante el viaje, los tres navíos que quedaban después de la retirada del «Alejandro», fondearon en Río de Janeiro y Montevideo con el fin de aprovisionarse en su camino hacia Perú. Después de más de tres meses desde el inicio de la travesía, el 2 de septiembre, el convoy se encontró de sopetón con un temporal en el Mar de Hoces, también conocido como Paso de Drake en honor al pirata británico, que es la grieta marítima que separa las islas Shetland (en la Antártida) de la punta en la que culmina Sudamérica. La nave capitana desapareció para siempre entre olas embravecidas y fuertes y fríos vientos. «Hemos dejado de ver al «San Telmo» en latitud 62º sur y longitud 70º oeste con averías graves en el timón, tajamar y verga mayor», según aparece recogido en el cuaderno de bitácora del Primorosa Mariana.
De este modo, con grandes daños, el «San Telmo» acaba siendo arrastrado hacia el sur por la corriente, hasta que acaba encallado en la que más tarde fue llamada isla de Livingston, la segunda más grande en superficie entre las Shetland. En esa tierra, probablemente, sus tripulantes perdieron la vida víctimas del frío antártico, aunque no se sabe con exactitud lo que ocurrió con ellos. Otras teorías señalan que los supervivientes pudieron haber construido una balsa con la que intentaron huir de la isla.
El silencio británico
Tan solo un mes después de que tuviese lugar el naufragio, un bergantín inglés capitaneado por el británico William Smith llegaba a la zona. Según parece, la Royal Navy llevaba tiempo buscando un paso que permitiese sortear los peligros de navegar en las proximidades del Cabo de Hornos. De este modo, Smith habría divisado las Shetland en febrero de 1819, pero en lugar de poner pie en tierra se dirigió hacia Valparaiso, donde informó sobre su hallazgo. Cuando dirigió sus pasos hacia la zona con el fin de explorarla y de reclamar su posesión para el Imperio Británico, se topó con los restos de un buque de pabellón español. A su alrededor pudo observar restos de animales que, posiblemente, fueron cazados por los náufragos del «San Telmo».
A pesar de que Smith informó debidamente de que no había sido el primero en arribar a la Antártida, recibió órdenes de sus superiores de guardar silencio; cosa que aceptó. Mientras en los confines del mundo ocurría esto, en la Península Ibérica la desaparición del navío y de sus 644 navegantes importaba poco o nada. De este modo, en mayo de 1822 la Armada señala lo siguiente en el Boletín Oficial del Reino:
«En consideración al mucho tiempo que ha transcurrido desde la salida del navío San Telmo del puerto de Cádiz el 11 de mayo de 1819 para el Mar Pacífico y a las pocas esperanzas de que se hubiera salvado este buque, cuyo paradero se ignora, resolvió el Rey, que según propuesta del Capitán General de la Armada fuera dado de baja el referido navío y sus individuos».
A pesar del silencio sepulcral de los hombres de Smith, en 1821 el marino James Weddel, que fue enviado desde Gran Bretaña con el fin de cartografiar las tierras descubiertas, recogió en sus mapas los retos del buque español. Incluso llegó a dejar por escrito lo siguiente en su obra «A voyage towards the South Pole»:
«Varios restos de un naufragio fueron hallados en las islas del Oeste, aparentemente pertenecientes al escantillón de un buque de 74 cañones, que es probable sean los restos de un buque de guerra español de esa categoría perdido desde 1819, cuando hacía el tránsito hacia Lima».