El objetivo de una flota enviada por Felipe III en 1601 era tomar el puerto de Cork, al sur de la isla, pero una fuerte galerna dispersó los barcos cuando apenas habían divisado la costa irlandesa. Como ocurriera con la Armada Invencible, el enorme tonelaje de los galeones empleados dificultaba las maniobras de desembarco, aunque en este caso un pequeño grupo de soldados sí logró tomar tierra en las Islas británicas¡
Con la retorcida sombra de lo ocurrido en 1580, el Imperio español se preparó al comienzo del reinado de Felipe III para un nuevo asalto en Irlanda. Una nueva generación de nobles rebeldes encabezada por las familias O’Neill y O’Donnell se levantó contra la agresiva política de colonización llevada por los ingleses y empezaron a cosechar una serie de victorias contra las desprevenidas fuerzas de la Reina.
En el verano de 1598, Hugh O’Neill, denominado por los nativos como el Príncipe de Irlanda, destrozó a un ejército de 4.000 ingleses en la batalla de Yellow Ford y encendió el ánimo nacionalista como nunca hasta entonces. Fue aquí cuando Madrid empezó a enviar dinero, armas, pólvora e incluso a varios capitanes a modo de asesores. Mientras el Imperio español preparaba una fuera expedición, los rebeldes irlandeses sufrieron las crueles tácticas del más experimentado general de la Reina, Charles Blount, octavo lord Mountjoy. O’Neill estaba desbordado, si bien prometió levantar a 10.000 infantes y 1.000 caballos para su causa en cuanto Felipe III arrojara a sus experimentadas tropas de élite. No había más excusas si querían mantener la revuelta en marcha.
El abulense Don Juan del Águila asumió el mando terrestre de esta operación después de que el también maestre de campo Antonio de Zuñiga rehusara por considerar imposible la misión a menos que el ejército expedicionario fuera de 8.000 infantes. Por el contrario, Del Águila no estaba en condiciones de exigir nada tras su estancia en prisión y accedió a conducir a solo 6.000 soldados (la cifra final fue incluso inferior, 4.432), sin caballería ni apenas suministros, en una de esas tantas ocasiones donde la Monarquía católica dejó el éxito de la empresa en manos de la providencia. Al fin y al cabo él era el hombre sin miedo.
¿Otra Invencible?
En el pasado el propio Del Águila se había mostrado, de hecho, contrario a enviar gente a Irlanda por no ser de «ningún provecho y que ha de ser menester más que sustentarla allí que en la propia Inglaterra». Se esperaba que este castellano cojo de 55 años, después de pasar un año en prisión por una campaña anterior en Bretaña, obrara alguna clase de milagros en el sur de Irlanda. Tampoco la calidad de las tropas, muchos soldados bisoños, era la adecuada para tan delicada misión: «Casi toda esta gente es nueva y de bien poco provecho, porque hay muy pocos que sepan tirar un arcabuz ni mosquete», se quejaría.
Embarcados en 33 navíos, las fuerzas españoles debieron hacer frente lo primero a los fuertes temporales que todas las flotas que han tenido que remontar hacia el norte desde la península. Francis Drake y el resto de piratas ingleses lo supieron a golpe de derrotas: una cosa era bajar y otra subir. El objetivo de la flota era tomar el puerto de Cork, al sur de la isla, pero una fuerte galerna dispersó los barcos cuando apenas habían divisado la costa irlandesa. Como ocurriera con la Armada Invencible, el enorme tonelaje de los galeones empleados dificultaba las maniobras de desembarco. El almirante, Diego Brochero, consiguió llegar hasta Kinsale el 1 de octubre de 1601 con la mayor parte de los buques. Nueve barcos al mando de Pedro de Zubiaur, junto con 650 soldados y gran parte de las provisiones, regresaron a Galicia tras concluir el desembarco. Cerca de 1.700 hombres bajo la disciplina del abulense desembarcaron a la carrera en este pequeño puerto con un castillejo antiguo y unas pequeñas casas alrededor.
Los españoles espantaron sin el menor problema a la guarnición inglesa de Kinsale y se atrincheraron en dos fuertes cercanos, Castle Park y el Castillo de Rincorran. En los siguientes días, más soldados se unieron al disperso ejército de Del Águila, sobre todo cuando la mar permitió nuevos desembarcos, pero muy pocos nobles rebeldes contestaron a las cartas con las que el maestre de campo anunció su llegada. 3.300 hombres «tan mal prácticos y desnudos es cosa de lástima», sin casi provisiones ni munición ni artillería, perdidos en un pequeño puerto del sur no era el enorme ejército que esperaban del todopoderoso Rey Cristiano. Por el contrario, los que acudieron como moscas el 13 de octubre fueron los soldados ingleses del pegajoso lord Mountjoy, en concreto 500 caballos y 6.000 soldados dispuestos a sacar a los católicos por donde habían venido.
Los ingleses contaban con un buen puñado de cañones e incluso con un buque artillado, que desde tierra y mar destrozaron la guarnición española en Rincorran. Después de cuatro días de batida de cañones, el sargento al cargo y 50 hombres huyeron del fuerte, esto es, unas ruinas humeantes. Pero fue el día 11 de noviembre cuando los últimos 20 defensores aceptaron la rendición al verse sin alimentos.
El otro fuerte, Castle Park, cayó aún más rápido, pues en cuatro jornadas de cañonazos buena parte de la estructura había cedido. Mientras Del Águila aumentaba las defensas en el corazón de Kinsale, lord Mountjoy dirigió el bombardeo a la muralla de pizarra de esta villa y fue carcomiendo la localidad como si de marmotas con dientes de acero se tratara. Al abulense no le quedó más remedio que organizar una de esas salidas nocturnas que tantas veces había ejecutado en Flandes. Una carga encabezada por Juan del Águila dejó medio millar de bajas inglesas, aunque no logró romper el cerco formado por miles de enemigos. Sucesivas acometidas costaron la vida a tres capitanes españoles –siendo 250 los hombres que habían muerto desde el inicio del sitio– y no volvieron a sorprender igual a los ingleses.
El final de la bravuconada
Todo intento de socorro desde España se estrellaba, una y otra vez, contra las tormentas; al tiempo que los nobles irlandeses levantaron un ejército de 5.500 hombres para romper el cerco. Del Águila pudo comunicarse al fin el 31 de diciembre con los Condes O’Donnell y O’Neill, a los que reclamó que embistieran sobre las trincheras inglesas por fuera, de manera que el tercio de españoles pudiera realizar una nueva salida contra el cuartel de Mountjoy. Una distracción irlandesa para que el tercio cargara. Así las cosas, el cada vez más grande ejército real, unos 12.000 ingleses, se percató del plan de los católicos y, a la vista de las dudas de la indisciplinada infantería irlandesa, masacró a la fuerza de socorro cuando se estaba colocando en el lugar acordado. 500 infantes y 300 caballos ingleses bastaron para disolver por completo la fuerza rebelde y provocar 800 bajas.
Desde los destrozados muros de Kinsale, el maestre de campo de Ávila debió tirarse de los pelos al observar como su última oportunidad de salvar la empresa se iba al garete por culpa de la levedad de las armas irlandesas. Todavía pudo el español llevar a éxito nuevas escaramuzas en los siguientes días, una de ellas para destruir cinco piezas de artillería, pero la falta de alimento y la llegada de más y más ingleses le impedía ser optimista.
Nueve días después de la batalla de Kinsale, Juan del Águila y los supervivientes españoles decidieron aceptar las condiciones inglesas de capitulación. Visto lo ocurrido en 1580, con todas las fuerzas pontificias ejecutadas, no debió ser fácil para los españoles creer en la palabra de los ingleses. Con todo, el virrey inglés estaba deseoso de que los católicos abandonaran el sur de Irlanda e incluso aceptó que Del Águila y sus hombres marcharan con los estandartes desplegados y sus armas al hombro. Mountjoy sería reprendido en Londres por tanta generosidad, a lo que se justificaría en que él tampoco estaba en condiciones de mantener el asedio por más semanas. Cabía el riesgo de que los vientos propicios permitiera la llegada de refuerzos españoles de una vez por todas.
Como parte del acuerdo el virrey se comprometió también a trasladar a España a los hombres de Del Águila. Exhausto y abatido por negársele la oportunidad de ir a Valladolid a defender su honor contra quienes le acusaban del fracaso de la empresa irlandesa, el maestre de campo se retiró a su tierra para aclarar por carta su papel en Kinsale. La mayor parte de las críticas versaban sobre la mala coordinación con los nobles irlandeses y la elección de Kinsale para establecer su cuartel. El 12 de julio de 1603, el Consejo de Guerra aún mantenía vivas las deliberaciones sobre la responsabilidad del abulense, si bien elogiaron su labor finalmente y le eximieron de toda culpa. Así de fulminante era el aparato imperial, tan lento y parsimonioso como luego sorpresivo. El maestre de campo Don Juan del Águila Falleció en su pueblo natal, El Barraco, el día 5 de mayo de 1605, sin ser recompensado por la misión que tanta salud le había exprimido.
Fuente ABC