La explosión de Brescia, el incidente que acabó con la oposición de la Iglesia al uso de pararrayos

Foto Ball-lightning.info
Foto Ball-lightning.info

El 18 de agosto de 1792 una brutal explosión hizo temblar la ciudad italiana de Brescia, lanzando cascotes de piedra a un kilómetro de distancia del foco, destruyendo los edificios de los alrededores, rompiendo en pedazos los cristales de las ventanas de toda la urbe y matando a unas cuatrocientas personas, además de herir a casi un millar más. Según cuentan, el incidente arrasó una sexta parte de aquella localidad y fue causado por un rayo que cayó sobre el Baluarte de San Nazario, provocando un incendio que se extendió al polvorín, donde se guardaban noventa toneladas de pólvora.

Como suele ocurrir aún hoy, las grandes tragedias impulsan la adopción de medidas para intentar evitar que vuelvan a ocurrir. En el caso bresciano se promulgó un corpus legislativo que regulaba la fabricación y almacenamiento de materiales explosivos, pero la noticia del suceso tuvo resonancia suficiente como para que otros muchos sitios se aplicaran también disposiciones de seguridad. La más importante de ellas fue la generalización del pararrayos, un invento del estadounidense Benjamin Franklin, quien en su obra Experimentos y observaciones sobre electricidad sentó los fundamentos de lo que luego, en 1752, puso en práctica: la célebre prueba que hizo un día de tormenta con una cometa, comprobando que se cargaba eléctricamente, lo que indicaba de forma inequívoca que las nubes estaban cargadas de electricidad y los rayos sólo eran pulsos electromagnéticos que saltaban de un polo positivo a uno negativo.

 

 

Fruto de esos estudios y basándose asimismo en los trabajos realizados por el checo Prokov Divis en 1754 -que en realidad debería ser considerado el padre del pararrayos tanto como el norteamericano-, Franklin difundió por su país ese instrumento que debía evitar los efectos nocivos de los rayos al canalizarlos hacia tierra y el artilugio no tardó en dar el salto a Europa. Pero en el viejo continente no fue tan bien recibido como en América. Algunos países como Inglaterra -donde Franklin publicó un almanaque proponiendo la instalación generalizada- lo adoptaron enseguida y sólo había dudas sobra la forma que debía tener, si en forma de varilla aguda o roma. Sin embargo, en otros hubo que salvar la superstición popular.

A Currier & Ives lithograph of Benjamin Franklin and his son William using a kite and key during a storm to prove that lightning was electricity, June 1752
Experimento de Franklin en 1752 / foto Shutterstock

Suele decirse al respecto que la Iglesia Católica se negó a reconocer la utilidad del invento y hasta se cita una frase apócrifa, seguramente descontextualizada: “«¿Quién osa entrometerse en los designios de la naturaleza, obra del Altísimo?». Ciertamente, no era rara la prudencia eclesial ante las innovaciones, a veces refracción incluso, y todos conocemos los casos de Copérnico y Galileo. Pero a menudo no se trataba tanto de una postura oficial como de las individuales de sus representantes o de sus seguidores. Para una parte mayoritaria del clero, no especialmente ilustrada, aún estaban vigentes las tesis de agustinianos y tomistas sobre la manifestación del Diablo a través de fenómenos metereológicos extremos; así, Santo Tomás decía en su Summa Theologica que “lluvias y vientos, y toda cosa que ocurre por meros impulsos locales, puede ser causada también por los demonios. Es un dogma de la fe que los demonios pueden producir vientos, tormentas, y hacer llover fuego del cielo”.

Esas entidades malignas también intentaban acceder a lugares sagrados como las iglesias, de ahí que las campanas, aparte de convocar a los fieles a misa, sirvieran también para espantar a los demonios; dicho de otra manera, oirlas doblar hacía mantenerse a distancia a rayos y vientos huracanados. Por supuesto, la realidad mostraba lo contrario y no fueron pocos los campaneros heridos o muertos por ponerse a tocar en plena tormenta. El filósofo y teólogo alemán Peter Ahlwardts dejó escrita una obra al respecto titulada Reasonable and Theological Considerations About Thunder and Lightning (Razonamientos y consideraciones teológicas sobre el relámpago y el trueno), publicada en 1746 y en la que decía que las iglesias eran el peor sitio para guarecerse de tempestades, aunque sus argumentos no eran precisamente científicos.

pararrayos

Musulmanes y judíos no tenían ese problema al no usar campanas, aunque algún minarete sufrió desperfectos igualmente. El pararrayos y la ciencia demostraron que había una explicación racional, si bien, como decíamos antes, en algunos países católicos pervivió la desconfianza: aún así no se trataba exclusivamente de una cuestión religiosa, pues en Inglaterra y en la costa Este de Estados Unidos, donde cada vez eran más abundantes los pararrayos, también hubo predicadores que clamaban por su inutilidad ante la voluntad divina o los culpaban de provocar terremotos al desviar los rayos hacia el subsuelo. En cambio en España, país católico por excelencia y en la que la Inquisición no sería suprimida definitivamente hasta 1812 (aunque pervivió de facto bajo el nombre de Juntas de Fe hasta la muerte de Fernando VII en 1833), nunca hubo pega alguna para su instalación, tanto en la península como en los terrirorios de ultramar, y los propios obispos fomentaron su instalación.

En cualquier caso, parece ser que el accidente de Brescia disuadió definitivamente a todos y a partir de entonces el pararrayos se convirtió en la prolongación habitual de torres y chapiteles.

Fuentes: Christian Churches vs. the Lightning Rod / Il fulmine della notte di Sant’Elena / Wikipedia/LBV