Cientos de dioses reinaban sobre las ciudades de la antigua Mesopotamia, cada uno de los cuales era servido y adorado por los sacerdotes que les llevaban comida, los vestían o los sacaban en procesión
Durante seis días y siete noches, vendavales, lluvias, huracanes y el diluvio estuvieron golpeando la tierra… Ea abrió la boca, tomó la palabra y le habló a Enlil el audaz: “Pero tú, el más sabio de los dioses, el más valiente, ¿cómo pudiste, inmisericorde, decretar el diluvio? Haz que recaiga la culpa sobre el culpable y el pecado sobre el pecador. En lugar de eliminarlos, perdónalos. No los aniquiles: muéstrate clemente”». Con estas palabras, el dios Ea recriminaba a su compañero Enlil que hubiera enviado un diluvio para aniquilar a todos los hombres, solamente porque éstos eran muy ruidosos y no le dejaban dormir. Así eran los dioses en Mesopotamia: tenían un poder sin límites, estaban siempre disputando entre sí y, sobre todo, despertaban un insuperable temor entre los hombres, que habían sido creados únicamente para servirles.
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