Para cuando el castellano llamó a su puerta, la ciudad ocupaba un lugar secundario en la escena musulmana de la Península. La población se distribuía entre partidarios de los castellanos y partidarios de los distintos miramamolines que se disputaban el poder a nivel nacional
Tabla que muestra a Axataf entregando a Fernando III las llaves de Sevilla, una ciudad que conquistó una década después de Córdoba – Vídeo: «Lobera», la legendaria espada con la que Fernando III conquistó Sevilla
A partir de la victoria cristiana en Las Navas de Tolosa (1212), los reinos musulmanes de la Península se vieron sin el apoyo de los sucesivos imperios norteafricanos que, de forma periódica, habían insuflado tropas y armas a sus hermanos de religión. Durante el resto del siglo XIII, castellanos, leoneses, aragoneses y portugueses llevaron la Reconquista a su punto culminante, lo que supuso la toma de ciudades icónicas de Al-Ándalus.
El escudo oficial de Sevilla muestra al Rey cristiano que completó el asedio de Sevilla con su espada «Lobera», símbolo de su poder y considerada una reliquia de tiempos del conde Fernán González
No obstante, los reinos cristianos no aprovecharon inmediatamente su victoria militar, puesto que lo impidió la minoría de edad de los Reyes de Aragón y de Castilla, así como las ambiciones nobiliarias que les acompañaron. No fue hasta 1224 cuando los cristianos pasaron a la ofensiva con una táctica que en el pasado habían empleado los grandes caudillos musulmanes contra ellos: aprovechar los enfrentamientos internos para ofrecer ayuda a alguna facción a cambio de tributos y plazas fuertes. Lo mismo que harían un siglo después los Reyes Católicos al proteger a Boabdil, en Granada, frente al emir Muley Hacén y su hermano Ibn Sad «El Zagal».
La táctica de la asfixia económica
Fernando, I de Castilla desde 1217 y III de León a partir de 1230, aprovechó como nadie la división que surgió entre los almohades españoles al morir el miramamolín Almontaser Bilá, en 1224. Los gobernadores de Valencia, Córdoba, Granada y la máxima autoridad en Sevilla repartieron sus lealtades entre los dos herederos de Bilá: Almohamed al Najlu y al-Adil. Automáticamente, surgieron facciones de ambos bandos en todos estos taifas, lo que a su vez profundizó las diferencias étnicas y tribales de los musulmanes de la Península. En medio de esta situación caótica de la sociedad andalusí, Fernando III se puso como objetivo la toma de Jaén y secundó el avance de las órdenes religiosas por Extremadura.
Como relata Vicente Ángel Álvarez Palenzuela en «Historia de la Edad Media» (coordinado por este autor), las órdenes militares emprendieron una campaña de conquistas en 1234 que afectó a las ciudades de Medellín, Alange, Santa Cruz y, al año siguiente, Magacela. Ibn Hud, que desde Murcia había encabezado a la población hispano-musulmana contra los sucesores almohades, era en ese momento el hombre más fuerte del Islam en España. A él le tocó defender Extremadura del avance castellano y, cuando las derrotas le sobrepasaron, pidió a Fernando III una tregua a cambio de dracónidas concesiones, entre ellas el pago de 430.000 maravedís. El Monarca cristiano, además, le pidió que mirara a otro lado ante el ataque castellano sobre una serie de fortalezas musulmanas en Sierra Morena.
Como consecuencia de esta ofensiva, los cristianos tomaron Iznatoraf, Santisteban y Chiclana, lo cual dejó Jaén a punta de caramelo para las tropas de Fernando III. De hecho, los planes del Monarca castellano pasaban por conquistar en primer lugar Jaén, al menos hasta que supo del descontento interno en Córdoba, cuya población estaba en pie de guerra ante la presión fiscal que Ibn Hud le exigió para conservar la tregua. La posibilidad de lograr un trofeo del calibre de Córdoba modificó los planes castellanos en 1236.
Una conquista inesperada
Con la invasión musulmana de 711, Córdoba se convirtió en capital del Califato Omeya de occidente, época en la que alcanzó su mayor apogeo con una de las poblaciones más elevadas del mundo. Durante el gobierno de Abderramán I, se iniciaron las obras de la Gran Mezquita de Córdoba (completada en el siglo X) que, junto a la universidad y la biblioteca pública, elevaron a la ciudad a epicentro del mundo musulmán en Occidente. Por toda la urbe se extendían palacios, entre ellos Al-Zahra (Medina Azahara), a las afueras de Córdoba y la población alcanzó un alto nivel de vida. No obstante, a partir de la muerte de Almanzor en el siglo XI la ciudad entró en un lento proceso de decadencia y se sucedieron las disputas por el poder, cuyos actos de pillaje degradaron los grandes monumentos omeyas.
Para cuando Fernando III llamó a su puerta, Córdoba ocupaba un lugar secundario en la escena musulmana de la Península. La población se distribuía entre partidarios de los castellanos y partidarios de los distintos miramamolines que se disputaban el poder a nivel nacional. Al tanto de estas discordias, un grupo de cristianos de Andújar y Úbeda lograron que una de las facciones les abrieran las puertas del barrio de la Ajarquía en enero de 1236. Otra versión más novelada afirma que no hubo ayuda desde dentro, sino que los cristianos fronterizos escalaron los muros por iniciativa propia. Álvaro Colodro, un humilde soldado, fue el primero en escalar las torres de la ciudad califal. Vestido como los naturales del lugar, los mozárabes, y con conocimientos de árabe, subió a una torre almenada mediante una escala y aprovechó la confianza de los guardianes para degollarlos sigilosamente con la daga. Luego, abrió la puerta para que media docena de compañeros entrasen en Córdoba.
De una forma u otra, el caso es que la lucha entre cristianos y musulmanes, refugiados en la Madina, se extendió por la ciudad con aquella entrada inesperada, mientras el Rey de Castilla se dirigió a cercar Córdoba en cuanto supo lo que había ocurrido. En pocas jornadas realizó un recorrido por Rodrigo, Medellín, Dos Hermanas e instaló su campamento en Alcolea. El Monarca impidió que entraran suministros en la ciudad y neutralizó por la vía diplomática cualquier posible socorro de otras fuerzas musulmanas. Tras cinco meses de asedio y de una guerra calle a calle, Córdoba capituló y fue entregada de forma intacta y vacía a los cristianos. Fernando accedió a que la población se llevara consigo los bienes muebles y conservó la Gran Mezquita al precio de convertirla en catedral.
Con la pérdida de Córdoba, se aceleró la descomposición política del territorio musulmán. Ibn Hud logró una nueva tregua con los castellanos por seis años, durante los cuales debía pagar a Fernando 52.000 maravedís anuales en plazos cuatrimestrales. Su asesinato, en 1238, echó al traste la última intentona de la sociedad andalusí por superar las viejas rivalidades étnicas y tribales. Jaén y Sevilla pasaron a manos cristianas pocos años después. En cuestión de un siglo, Granada se convirtió en una isla musulmana rodeada por un océano cristiano.
Fuente ABC