Buques desechables, los navíos madereros de principios del siglo XIX que se desguazaban tras un único viaje

El naufragio del Baron of Renfrew/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En general, vinculamos el concepto “desechable” a nuestros tiempos. Tenemos la idea de que, frente a la voracidad consumista y la rebaja de costes, que hace que salga casi más barato comprar algo nuevo que reparar lo viejo, antaño sí se cuidaba y se procuraba conservar los bienes aunque fuera a costa de remendarlos o arreglarlos una y otra vez. Y es cierto, lo que no significa que no hubiera algunas excepciones; una de las más singulares probablemente fue la de los barcos desechables decimonónicos.

 

 

 

Fue una costumbre muy localizada, eso sí, centrada en una actividad concreta y además efímera. Para empezar hay que situarse en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX. Una de las cosas que quizá sorprendan sobre ese país es que su paisaje ha cambiado radicalmente por la intervención humana. Antes, el suelo inglés estaba cubierto de bosques y así se mantuvo hasta mediados de la Edad Moderna, en que la demanda de madera para la construcción de su fabulosa flota de guerra llevó a la tala masiva de árboles hasta prácticamente despojar de robledales las islas británicas; tengamos en cuenta, por ejemplo, que hacer un navío de línea requería más de 3.000 árboles y que en 1808 Gran Bretaña tenía 636 buques en activo.

Era algo grave, ya que en la construcción naval no sirve cualquier especie, siendo el roble el más adecuado. Por desgracia, tarda muchos años en crecer y necesita espacio, algo que no sobra precisamente en un archipiélago. España, por ejemplo, no tuvo ese problema porque abrió astilleros en América, donde la superficie forestal era inmensa y además de calidad. Pero las colonias americanas inglesas que hubieran podido amortiguar algo esa situación se establecieron relativamente tarde y no se desarrollaron de forma plena hasta su independencia; además, traer ese material desde otros sitios del imperio como África o Asia resultaba muy costoso. Así, Britannia rule over the waves gracias a la Royal Navy pero a costa de provocar un problema de abastecimiento maderero.

La Royal Navy en acción/Imagen: Nelson Museum

Dicho problema se agravaría con la Primera Revolución Industrial, ya que los hornos de fundición se alimentaban de carbón vegetal, que se fabrica artesanalmente con madera desde épocas muy antiguas. Por todo esto la importación de madera alcanzaba costes exorbitantes y los impuestos sobre las cargas madereras podían suponer hasta un 275% de su valor. Había que buscar un mercado más fácil y asequible, y los ojos se desviaron en primer lugar hacia el Báltico y sobre todo a Noruega, donde no sólo existían grandes extensiones boscosas sino que abundaban los aserraderos, siendo sus precios de transporte bastante bajos.

Gran Bretaña dependió, pues, del comercio de madera por el Báltico, algo que constituía un serio riesgo en opinión de sus estadistas, pues una escuadra podía bloquear sin demasiadas dificultades el Estrecho de Oresund (el que separa Dinamarca y Escandinavia) justo en una época en que Holanda y Suecia se incorporaban al grupo de potencias europeas junto a España y Francia. Era necesario buscar alternativas y el estallido de la Guerra de Sucesión española dio el impulso definitivo a esa estrategia. La mirada cambió de orientación hacia Norteamérica, donde los astilleros de Nueva Inglaterra construían barcos más baratos y mejores que los ingleses, vulnerando la legislación colonial.

Sin embargo, habría que esperar unas décadas porque aquellas trece colonias declararon su independencia en 1776 y, entretanto, la atención británica tuvo que centrarse en Europa, donde acababa de surgir un nuevo peligro con el nombre de Napoleón Bonaparte. Fue entonces, en 1807 concretamente, cuando los aranceles madereros llegaron a esa cota citada del 275% e hicieron que resultara más económico importarla de Canadá que de Noruega. De esta manera, empezó un nuevo capítulo del llamado British Timber Trade y se pasó de las 27.000 toneladas importadas ese año a las 90.000 de 1809. El comercio transatlántico no sólo desplazó sino que hizo desaparecer al báltico.

Un astillero americano (Vance Locke)/Imagen: Three Village Historical Society

Ahora bien, el viaje a través del océano era mucho más largo y eso implicaba la necesidad de aumentar el número de barcos y tripulaciones, y más teniendo en cuenta que las Actas de Navegación excluían del negocio a los empresarios extranjeros. Esto último se solucionaría a partir de 1820 con la sustitución de las doctrinas mercantilistas por las librecambistas, que abrieron el mercado a contrataciones privadas de todo tipo tras la decisión ad hoc del comité de la Cámara de los Lores que encabezó Lord Lansdowne. Pero faltaba la cuestión de la reducción de costes para los empresarios y ahí fue cuando apareció una idea realmente curiosa.

Los buques madereros únicamente hacían viajes rentables de ida, pues a la vuelta iban medio vacíos: no solían llevar más de una décima parte de su capacidad, debiendo completar el tonelaje con lastre, normalmente piedras, que resultaba muy trabajoso descargar en puerto porque por sus características esa labor debía hacerse a mano. Consecuentemente, un naviero apellidado McPherson consideró que la travesía de regreso era innecesaria y así fue cómo encargó al ingeniero naval escocés Charles Wood lo que se llamó timber droghes disposable ships, es decir, buques desechables. Estos barcos navegaban cargados de madera desde América a Inglaterra; una vez en el puerto de destino descargaban su mercancía, que era sometida a la tributación correspondiente. Pero, a continuación, las naves se desguazaban y se vendía también la madera de su estructura (baos, cuadernas, cubiertas, mamparos, mástiles) con la ventaja de que, según la ley, ese tipo de madera estaba exenta de los altos impuestos británicos.

El Columbus en astillero/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El más famoso de aquellos insólitos protagonistas fue el Baron of Renfrew, un navío de cuatro palos, 92 metros de eslora y 5.294 toneladas que se botó en Quebec en 1825, en el mismo astillero donde se había construido otro buque parecido poco antes, el Columbus (de eslora similar pero menor arqueo, 3.690 toneladas). Está considerado uno de los barcos más grandes jamás construido en madera y ha pasado a la Historia no sólo por eso sino también porque no llegó a completar el único viaje que tenía previsto hacer. Si el Columbus se había hundido el año anterior durante una tormenta, el Baron of Renfrew zarpó el 23 de agosto de la ciudad canadiense al mando del capitán Matthew Walker y una tripulación de 25 marineros, transportando 9.000 toneladas de madera con destino Londres. Pero el 21 de octubre, al poco de entrar en el Canal de la Mancha, encalló en los bajíos de Goodwin.

No está claro lo que pasó a partir de ahí; unas fuentes dicen que fue sacado por dos remolcadores mientras que otras testimonian que se partió en tres trozos, teniendo que ser abandonado. No obstante, parece ser que se consiguió rescatar su cargamento y que buena parte de la propia madera estructural del Baron of Renfrew terminó vendida en puerto, por lo que la singladura, pese a todo, reportó beneficios. Una buena prueba, por tanto, de que los precios podían ser muy altos. Eso sí, la situación no duró mucho: cuando el gobierno modificó su política impositiva sobre la madera se hizo innecesario ajustar tanto los costes y se acabó con la efímera era de los navíos desechables.

Fuentes: The transformation of british naval strategy. Seapower and supply in Northern Europe, 1808-1812 (James Davey)/Colossal canadian failures (Randy Richmond y Tom Villemaire)/A mind at sea. Henry Fry and the glorious era of Quebec’s sailing ships (John Fry)/Wikipedia/LBV