Alemania sostuvo, con la débil Austria y el «enfermo» Imperio Otomano por principales aliados, un prolongado enfrentamiento contra tres de las potencias del mundo manteniendo hasta el final la iniciativa táctica. En 1918, consiguió incluso imponerse en el frente oriental y por poco lo consigue en el occidental
Un sospechoso de espionaje es conducido a través de las líneas francesas, durante la Primera Guerra Mundial – Central News
Lo aconsejaba el romano Flavio Vegecio en el siglo IV: «Si vis pacem, para bellum» («Si quieres la paz, prepárate para la guerra»). Nada hay peor en la historia de la guerra que pasar de golpe de la paz a la guerra. Y nada más catastrófico que ir a la guerra sin estar listo o pensar que la paz, si no se riega, va a durar por siempre. La Primera Guerra Mundial estuvo precedida por el periodo más largo sin guerras en la historia de Europa. El continente se dirigió con estrépito hacia una guerra para la que nadie estaba preparada y para la que no se tenía un plan táctico en concordancia con las innovaciones tecnológicas. Como consecuencia de ello, 70 millones de almas se quedaron por el camino, el mayor horror vivido por la humanidad hasta la Segunda Guerra Mundial.
A nivel militar, la Primera Guerra Mundial tiene un antecedente claro en la Guerra de Secesión Americana, una contienda calificada de «bisagra». Durante esta guerra civil en Norteamérica, ambos bandos se vieron obligados a estirar una exigua fuerza de 16.367 soldados, que constituía el ejército nacional, hasta obtener dos formaciones monstruosas: 2.600.000 en el caso de la Unión y de 1.000.000 en el de la Confederación. Sendas fuerzas carecían de oficiales experimentados, su Estado Mayor era un auténtico geriátrico e ignoraron las lecciones que las Guerras Napoleónicas habían dejado décadas antes. Los nuevos mosquetes de ánima estriada modificaron la forma de combatir y disparó, más si cabe, la mortalidad de las guerras modernas: 646.392 muertos en la Unión y 483.000 de la Confederación.
De la misma forma, muchas innovaciones tecnológicas acontecieron al inicio de la Primera Guerra Mundial y, de nuevo, los oficiales europeos se encontraban demasiado ocupados atendiendo sus agendas políticas. Desde 1871 no se vivía una guerra importante en Europa, a excepción de las que enfrentaban a los imperios coloniales a miles de kilómetros. Los cambios en armamentos se habían sucedido a un ritmo vertiginoso: fusiles de cerrojo, ametralladoras, obuses, pólvora sin humo, explosivos de nitrato, cureñas de cañón que absorbían el retroceso, acorazados, tanques, gases, aviación, etc.
Los Estados Mayores europeos, inspirados en la inmovilista estructura prusiana de principios de siglo XIX, se mantuvieron ajenos a estos cambios, aletargados por el periodo de paz y las erróneas conclusiones que las guerras coloniales estaban mostrando. Es por ello que, cuando el 3 de agosto de 1914 Alemania declaró la guerra a Francia, por muchos rincones de Europa se recibió con euforia la noticia ante la previsión de que sería un enfrentamiento breve y decisivo (ese también fue el pensamiento de Lincoln al inicio de la Guerra Civil).
De los despachos a las trincheras francesas
Las causas por las que Alemania y sus aliados perdieron la guerra son múltiples y tienen mucho que ver con el colapso de su industria. Pero, desde luego, no fue por falta de iniciativa o determinación táctica. Alemania condujo a Europa «con estrépito, temeridad y torpeza» a una matanza hasta entonces desconocida, pronto eclipsada por la Segunda Guerra Mundial, de la mano de una nueva generación de agresivos oficiales alemanes, hostiles al legado de Otto von Bismarck, que sentía una devoción casi mesiánica por las instituciones militares. Este grupo de fundamentalistas, que consideraban la guerra como una opción asumible, desarrolló una estrategia que creían inapelable: el plan Schlieffen.
El conde Alfred von Schlieffen diseñó una estrategia que, supuestamente, resolvía la dificultad alemana de luchar en dos frentes –Francia al oeste, Rusia al este– y, además, barajaba una victoria en tiempo record. Basándose en el movimiento envolvente de Aníbal en la batalla de Cannas, Schlieffen proponía flanquear las defensas francesas a través de Bélgica para atrapar el ejército francés de soslayo. Eliminado el ejército francés por la vía rápida, el Imperio Alemán se centraría en apoyar a Austria –aliado en cuyas dotes militares no tenía mucha fe– en su enfrentamiento contra Rusia.
El plan alemán contaba con objetivos por fechas para el desplazamiento de 1,5 millones de soldados. Se preveía que en seis semanas, según un meticuloso calendario que calculaba etapa por etapa, se sometería a Francia; luego, las tropas se dirigirían rápido hacia el frente oriental. El plan se fundamentaba en la brevedad, sin estimar los problemas que pudieran surgir sobre el terreno o la dificultad política que conllevaba la invasión de terceros países. Según la previsión alemana, mientras la operación se realizara de forma concisa no habría tiempo de reacción, pero en el caso de una prolongada invasión de Bélgica habría consecuencias políticas imprevisibles: probablemente Inglaterra se vería arrojada a la guerra y EE.UU. se plantearía su entrada.
El 4 de agosto de 1914, los líderes del Estado Mayor alemán, Moltke «el joven» (sobrino del legendario general prusiano) y Erich Ludendorff, dieron luz verde al plan Schlieffen. Como todos los planes trazados en la calidez de un despacho, éste no tardó en estrellarse con la realidad. Aunque el plan no estuvo lejos de tener éxito, el retraso en el paso por Bélgica y el complicado esfuerzo de mantener una línea de abastecimiento saboteada por los restos del ejército belga hizo imposible la aniquilación de Francia en el tiempo previsto. Alemania se encontró, de pronto, en la posición que más temía: comprometida en dos frentes.
Por suerte o por desgracia para Alemania, el resto de líderes europeos tampoco previeron una larga confrontación. Nadie creía que una guerra moderna pudiera durar más de un año, tampoco se confiaba en que los frágiles estados pudieran soportar mucho sin entrar en colapso económico. Por tanto, el estancamiento del conflicto pilló a todos sin un plan de contingencia y sin lecciones tácticas adaptadas a los nuevos tiempos.
La defensa en profundidad de los alemanes
Los planes para un desenlace rápido habían durado cuatro meses y dejado medio millón de muertos. A continuación, todo el centro de Europa se convirtió en una extensa línea de trincheras, donde el fango y la miseria se convirtieron en protagonistas. La potencia de las armas de fuego permitió transformar cualquier posición en inexpugnable, por lo que las líneas se mantuvieron por tres años sin apenas cambios. Los intentos por alcanzar nuevos objetivos en Occidente se transformaron, una y otra vez, en baños de sangre sin avance. Paradójicamente, solo en el frente Oriental las cosas marcharon mejor de lo esperado para el Imperio alemán. La Rusia zarista se derrumbó desde dentro y Alemania se limitó a barrer sus restos.
1915 fue un gran año para los intereses de las Potencias Centrales, pero el año siguiente se saldó con sendos descalabros para Alemania. Consciente de que los recursos aliados permitirían estirar el conflicto por más tiempo, el Estado Mayor Alemán se decidió a lanzar a finales de año un ataque decisivo contra la ciudad francesa de Verdum. El asalto se convirtió en una carnicería a manos de la artillería, con 400.000 soldados de ambos bandos muertos y 800.000 heridos. Los alemanes se vieron obligados a desistir, finalmente, a causa del exceso de bajas y la apertura inglesa de una nueva ofensiva en la ciudad de Somme.
Era evidente que los movimientos tácticos tradicionales no estaban en consonancia con los retos presentados por la tecnología. Entre los teóricos clásicos, se entendía como método de avance un intenso bombardeo en las defensas enemigas, seguido por un asalto masivo de infantería. Este modus operandi conllevaba un alto número de bajas y resultaba deficiente puesto que el bombardeo advertía del lugar que iba a recibir el posterior ataque. En la ofensiva sobre Somme, los ingleses arrojaron un millón y medio de proyectiles durante una semana, luego catorce divisiones inglesas se abalanzaron sobre las líneas alemanas.
Cuando los ingleses se encontraban a 100 metros de su objetivo, las líneas alemanas escupieron una incesante lluvia de proyectiles. Solo una decena de ingleses alcanzaron las trincheras. Por el camino quedaron 19.240 muertos, 35.493 heridos y 2.152 desaparecidos. Únicamente la pertinaz insistencia inglesa permitió una victoria a los puntos en los siguientes días. Tras concentrar sus ataques en objetivos limitados, los británicos comenzaron a causar un lento goteo de bajas entre los alemanes.
Los germanos no podían seguir soportando ese ritmo y decidieron dar un giro radical a su estrategia. Erich Ludendorff se hizo cargo del mando central y ordenó a un grupo de militares veteranos formular una nueva doctrina: «Conducción de la guerra defensiva». Según recogía ésta, la línea defensiva debía estar precedida por una hilera de ametralladoras, mientras la infantería se situaría en retaguardia, lejos del alcance de la artillería, a la espera de lanzar contraataques en las brechas abiertas. La nueva doctrina daba especial importancia a los oficiales de menor graduación: los capitanes y los tenientes quedaban autorizados a tomar decisiones críticas sobre el terreno.
La defensa en profundidad mostró su eficacia contra una ofensiva francesa en la primavera de 1917. El éxito fue tal que las tropas francesas decidieron amotinarse y negarse a avanzar más sobre las líneas alemanas, cuyo grado de mortandad, gracias a la nueva estrategia, era proporcional a la profundidad de las incursiones. La iniciativa alemana y buen criterio táctico, en este caso en la defensa, garantizaron otro año la guerra.
Ataque en profundidad: acierto y tumba alemana
El pulso aleman al mundo se alargaba ya por cuatro años. Alemania sostuvo, con la débil Austria y el enfermo Imperio Otomano por principales aliados, un prolongado enfrentamiento contra tres de las potencias del mundo, Francia, Inglaterra y Rusia –respaldados por EEUU–, manteniendo hasta el final la iniciativa táctica. En 1918, Alemania consiguió, además, imponerse en el frente oriental y por poco lo consigue en el occidental. Lo impidieron las escasez de recursos y la imposibilidad de sostener las ambiciosas reformas tácticas. La acertada defensa en profundidad fue seguida por el «ataque en profundidad», que evidenciaron que la guerra no es el mejor lugar donde jugar al prueba y error. Menos cuando las fuerzas están al límite.
La columna vertebral del «ataque en profundidad» fue la creación de una fuerza de élite. Para el decisivo año de 1918, se organizaron cuarenta divisiones de asalto, perfectamente equipadas, con sus correspondientes oficiales y suboficiales adiestrados en la nueva doctrina. Las instrucciones autorizaban la delegación de decisiones en el cuerpo de suboficiales, y con ello se introdujo el concepto de maniobra en el campo de batalla. La precisión y la velocidad resultaban claves para el buen funcionamiento de la táctica.
El 21 de marzo de 1918, Erich Ludendorff ordenó lanzar la última gran ofensiva alemana de la guerra: la Operación Michael. Las nuevas divisiones de asalto se comportaron de forma brillante en un espectacular avance de todas las líneas. No en vano, Alemania llevaba meses cavando su tumba y el fracaso de la ofensiva no estuvo en la vanguardia, sino en la retaguardia. Tras lanzar un millón de hombres contra las defensas francesas e inglesas, Ludendorff estuvo muy cerca de escindir en dos el territorio controlado por los aliados.
El comandante francés Pétain reaccionó mandando refuerzos desde el sur; lo que, añadido a la elección de un mando único aliado, permitió frenar la ofensiva Michael en una semana. Los alemanes llegaron a apuntar contra el corazón de Francia, pero fracasaron en vísperas de la entrada de EE.UU. en escena. Torpes desde el punto de vista táctico y vivaces en la motivación; la irrupción de las tropas estadunidenses decantó el conflicto del lado aliado más por sobrecarga que por puntería.
A mediados de 1918, la rendición por agotamiento de las Potencias Centrales pareció inevitable. Alemania se había comportado de forma excelente desde el punto de vista táctico, aunque en una carrera de fondo la dificultad de cargar sobre sus espaldas a unos aliados exhaustos y a una industria desfallecida estrelló sus ambiciones. Ludendorff echó a pique la industria armamentística con decisiones poco meditadas. Además, su grupo de élite rebajó la funcionalidad del resto del ejército y desvió recursos de lugares claves para una empresa sin objetivos claros.
Tras una revolución obrera a principios de otoño, el káiser Guillermo II huyó a los Países Bajos. El 11 de noviembre de 1918, el gobierno de la nueva República alemana firmó el armisticio de Compiègne para poner fin al conflicto. El horror de la guerra moderna había alcanzado Europa por sorpresa y, con la misma velocidad, se había ido de momento. Del periodo de paz más duradera en el continente se pasaría a un largo periodo de guerra (la Primera Guerra Mundial daría paso a la Segunda y, posteriormente, a la Guerra Fría). El aguante y temeridad germana anticiparon que, en futuros conflictos, iba a ser un temible contrincante. Muy pronto, el rencor se sumaría a su estado de ánimo.
Fuente ABC