Circuló el rumor por las cortes europeas de que el Monarca falleció a causa de la rígida y absurda etiqueta de la corte española, que, en realidad, era una remota imitación a la española de la borgoñona impuesta por Carlos V a su hijo
Con la llegada al trono de Felipe III, el único hijo varón que sobrevivió a la muerte de Felipe II, se interrumpió la estirpe de Reyes españoles que gobernaron sin necesidad de delegar en validos o favoritos, cuyo recuerdo más reciente en ese momento eran los accidentados reinados de Juan II y Enrique IV «El Impotente», que permitieron que Álvaro de Luna y Juan Pacheco llevaran en su beneficio las riendas de Castilla. Dominado durante casi dos décadas por el oscuro Duque de Lerma, Felipe III se reveló como un gobernante apático con muy poco interés en los asuntos de estado, y sin la formación adecuada para ello, puesto que su educación había estado continuamente interrumpida por sus problemas de salud. Además, al igual que otros miembros de la familia Habsburgo, desarrolló un comportamiento compulsivo, en su caso con los juegos de azar.
La salud de Felipe III, que tenía un nivel de consanguinidad poco por debajo de su malogrado hermanastro el Príncipe Maldito, fue siempre precaria. «Dios, que siempre me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos», afirmó en una ocasión Felipe II, consciente de que era poco probable que su último hijo varón llegara a la edad adulta. Precisamente por ello, la educación del joven príncipe fue descuidada y el Rey Prudente prestó mucha más atención en esos años de formación a su hija predilecta, Isabel Clara Eugenia. Así, la hija del Rey permaneció soltera hasta poco antes de la muerte de su padre a fin de recurrir a un matrimonio beneficioso para la Monarquía hispánica en caso de que hubiera sido la sucesora.
Frente a un padre extremadamente exigente, la indolencia de Felipe III se tradujo en un joven perezoso, sin ningún interés por los asuntos de Estado, aunque habilidoso en la música y despierto en muchos campos artísticos. El médico psiquiatra Francisco Alonso-Fernández lo describe en su libro «Historia personal de los Austrias españoles» como una persona «de dotación intelectual escasa o mediocre, casi en el umbral de la deficiencia mental. Si no fuera por su fervorosa entrega al divertimento, la imagen de Felipe III podría ser equiparada a la de los monjes medievales atacados por una especie de pereza melancólica, la acedía».
El Duque de Lerma se beneficia del indolente
La abulia del Rey fue aprovechada, como nadie, por Francisco de Sandoval y Rojas, perteneciente a una familia noble con más deudas que rentas hasta que Felipe III elevó su condado a Ducado de Lermaen 1599. Educado en la corte como compañero de juegos del Príncipe Carlos, el Duque de Lerma pasó posteriormente a ocupar el cargo de gentilhombre del Príncipe Felipe III –el otro hijo de Felipe II que llegó a la edad adulta– con el que hizo buena amistad y sacó rico provecho. En el año 1601, el Duque de Lerma, nacido en Tordesillas, convenció al Rey para que trasladara la corte de Madrid a Valladolid. Previamente, el noble castellano y su red clientelar habían adquirido terrenos y palacios en Valladolid para después venderlos a la Corona. No conforme con unos beneficios que le convirtieron en el hombre más rico del Imperio español, Francisco de Sandoval y Rojas volvió a persuadir a Felipe III para restaurar la corte a Madrid solo seis años después. En la actual capital de España, a cuyo Concejo le tocó pagar un elevado coste por el traslado, el duque repitió la operación urbanística y compró numerosos palacios y viviendas, que en ese momento estaban a precios muy bajos.
Mientras personajes como Francisco de Sandoval y Rojas o el dominico Luis de Aliaga conducían el reino sin timón hacía sus aguas particulares, Felipe III ocupaba sus horas en fiestas, jornadas de caza interminables –afición que heredó de su padre–, la cría de caballos, la danza, la música y los juegos de naipes. En el caso de esta última afición, el Rey desarrolló una fuerte adicción, que, según Francisco Alonso-Fernández, fue lo bastante pronunciada para ser considerada una ludopatía adictiva. Jugando a las cartas perdió grandes sumas de dinero ante importantes cortesanos, entre ellos el propio Duque de Lerma, y modificó de forma caótica sus horarios. No en vano, existen otros casos de personalidades adictivas en la familia de los Habsburgo. Sin ir más lejos, el Príncipe Carlos, hermanastro de Felipe III, era aficionado a apostar a la mínima ocasión: a los dados, a las cartas e incluso a las competiciones. Otros casos reseñables son los de Felipe II, un obseso compulsivo y coleccionista enfermizo, y el de Felipe IV,un sexoadicto.
Con el fallecimiento de la Reina Margarita de Austria-Estiria en 1611, que había asumido gran importancia política y servía de obstáculo a quienes ambicionaban utilizar al Rey como mero títere, las luchas por hacerse con el control del reino se intensificaron entre el Duque de Lerma y el confesor Luis de Aliaga. Con ayuda del Duque de Uceda –hijo del Duque de Lerma– y del Conde-Duque de Olivares –futuro valido de Felipe IV–, Luis de Aliaga consiguió que el hombre de confianza del valido, Rodrigo Calderón de Aranda, fuera ejecutado por corrupción en la Plaza Mayor de Madrid en 1621. El mismo Francisco de Sandoval y Rojas tuvo que solicitar de Roma el capelo cardenalicio para protegerse de cualquier proceso judicial, puesto que el clero gozaba de inmunidad eclesiástica.
Una muerte aleccionadora
Felipe III, que se había limitado a observar la contienda sin tomar completo partido por ninguno de los bandos, quedó sumido durante aquellos años en un estado de melancolía que le hacía lamentarse de haber llevado una vida tan superficial. Murió una década después que su esposa –a la que no había buscado reemplazo, ni en la cama ni en el altar–, a los 43 años, de unas fiebres causadas por una infección bacteriana de la dermis.
Una anécdota malintencionada y muy extendida, sin embargo, asegura que fue otra la causa de la muerte. Circuló el rumor por las cortes europeas de que el Monarca falleció a causa de la rígida y absurda etiqueta de la corte española, que, en realidad, era una remota imitación a la española de la borgoñona impuesta por Carlos V a su hijo. El francés De la Place describe en sus «Piéces intèressantes» que, estando Felipe III sentado frente a una chimenea ardiente, al monarca no se le permitía levantarse para llamar a nadie al sentir el fuego demasiado cerca, puesto que la etiqueta se lo impedía. Ninguno de los gentiles hombres de guardia osaron entrar en la habitación hasta que el Marqués de Polar apareció. Entonces, el rey le pidió que apagase o disminuyese el fuego, pero éste se excusó con el pretexto de que la etiqueta le prohibía hacerlo, para lo cual se tenía que llamar al Duque de Uceda. Felipe III tuvo que aguantar el calor cada vez más intenso hasta que regresó Uceda, lo que le calentó de tal forma la sangre que al día siguiente tuvo una erisipela en la cabeza con ardiente fiebre.
La escena de la chimenea se supone una leyenda, o más bien una parodia. El golpe absurdo que pone fin a un reinado frívolo, donde la corrupción había infectado desde la corte a todos los grupos sociales. Una fábula aleccionadora en la línea de otras muertes irónicas atribuidas a reyes. Sin ir más lejos, Fernando «El Católico» murió de una sobredosis de afrodisiaco; a Felipe «El Hermoso» le dio un patatús por beber un vaso de agua fría; a Maximiliano una exagerada ingesta de melones le llevó a la tumba, o eso dicen los anecdotarios menos rigurosos; a Carlos V le persiguió un mosquito hereje hasta Yuste; a Juan de Austria un cirujano le desangró en una operación rutinaria; y a Felipe II le sobrevino en su agonía una armada invencible, pero de piojos. Y no es algo exclusivo de España: el implacable Atila murió de una hemorragia nasal en su noche de bodas; el Papa Adriano IV se atragantó con una mosca; Federico I «Barbarroja» se ahogó por meterse al agua con la armadura puesta… y así con una infinidad de personajes históricos.
Si bien la mayoría de estas historias no pasan de la categoría de historietas, sirven al pueblo a afirmar, valiéndose de macabras ironías, que todos somos iguales con un pie en la tumba.
Fuente ABC