Detrás de las contradicciones de las fuentes y de las deformaciones fantásticas, la realidad de Pelayo y la batalla de Covadonga es actualmente incuestionable y de general aceptación por la historiografía
El parlamentario de Compromís Carles Mulet aseguró la pasada semana en la Cámara Alta que el monarca asturiano Don Pelayo constituye un mito «franquista». «Es una imbecilidad histórica: La extrema derecha continúa con los mitos falsos del franquismo», apuntó sobre la historicidad del asturiano muerto en 737. Un mito franquista que, paradójicamente, murió 1.155 años antes del nacimiento de Francisco Franco y que, ya en el siglo IX, era presentado como vencedor de los árabes y «defensor del pueblo de los cristianos y los asturianos».
Pero, ¿quién era Don Pelayo y por qué es tan importante para la historia de España? Se data el nacimiento de Don Pelayo hacia el año 690, en Cosgaya (el extremo más occidental de Cantabria), y lo que se sabe de él viene recogido en dos crónicas del siglo IX, una denominada «la Albeldense» y otra la «Crónica de Alfonso III»(esta con dos versiones, la Rotense y «a Sebastián»).
Don Pelayo sería un hijo del duque visigodo Fávila refugiado en el norte al estimar asfixiante el dominio musulmán sobre Toledo, aunque ya en este punto existe una enorme controversia. En opinión de Julia Montenegro y Arcadio Del Castillo, autores de «En torno a la conflictiva fecha de la batalla de Covadonga», «no podía ser duque, pues, sin duda, lo hubieran consignado las crónicas, pero sí seguramente alguien muy próximo a la máxima autoridad del ducado». En esta línea hay autores que emplazan a Don Pelayo como un aristócrata godo (tal vez spatarius del Rey Rodrigo), con influencia en este territorio; mientras otros tantos le sitúan como un personaje local que saltó a la primera línea política solo a raíz de la batalla de Covadonga.
En ambas líneas de investigación, Don Pelayo es presentado como un caudillo tan poderoso en la zona como para congregar bajo su mando a las tropas del ducado de Asturias y enfrentarse a los musulmanes. La historia más canónica asegura que el origen de la rebelión fue la negativa al pago de impuestos a los musulmanes en una región que nunca se había plegado a imposiciones fiscales, ni con romanos ni con visigodos. Aquí habría que recordar que la conquista de la Península por parte musulmana se basó tanto en la imposición militar como en una serie de pactos firmados por los poderes aristocráticos para conservar su posición en distintas regiones españolas a cambio del pago de tributos. Tras el descalabro en la batalla de Guadalupe (711), muchos nobles godos huyeron a «tierra de los asturianos» y más allá de los Pirineos, mientras otros nobles locales se limitaron a pactar con los invasores.
Un territorio angosto
Don Pelayo vivía en Asturias gozando de cierta tranquilidad y responsabilidad política, pero sometido a la autoridad del prefecto musulmán de Gijón, cuando fue elegido por los refugiados godos para liderar la insumisión contra los musulmanes, según la crónica de «la Albeldense». No en vano, la versión Rotense de la «Crónica de Alfonso III» narra un entramado de razones, que rozan lo novelesco, por lo que Don Pelayo acabó al frente de la resistencia. Enamorado el prefecto de Gijón de la hermana de Don Pelayo, decidió enviar al caudillo local a Córdoba y casarse con esta joven, cuyo nombre se omite. Al enterarse de tan grave traición, el cristiano huyó de Córdoba y regresó a Asturias evitando a las tropas musulmanas que fueron en su búsqueda. La llegada de Don Pelayo a territorio astur coincidió con la celebración de una asamblea popular en la que se eligió al fugado cristiano como príncipe de aquella tierra.
El que fuera cierta la fuga –que paradójicamente no contiene elementos exagerados o legendarios en su narración– no resta importancia a la causa más probable del levantamiento: una región protegida por la accidentada geografía que se niega a pagar tributo al nuevo poder. La rebelión habría comenzado, según Sánchez-Albornoz, en el año 718, pero no fue hasta cuatro años después cuando los musulmanes, enfrascados en otros frentes, acometieron una expedición de castigo a cargo del general Alkama y el Obispo Oppa. Los primeros encuentros se saldaron con victoria musulmana, hasta el punto de aislar a los cristianos detrás de la fortaleza natural de los Picos de Europa. Claro que aquello resultó la perdición de las muy numerosas huestes musulmanas, cuyo número resulta difícil calcular y la «Crónica de Alfonso III» eleva hasta la irreal cifra de 187.000 hombres. Los guerreros astures, que no podían pasar de los varios centenares de efectivos (unos 300 hombres), atrajeron al enemigo hacia la zona más angosta del monte Auseva y aprovecharon en su beneficio lo estrecho de este escenario para presentar combate.
Los astures se situaron en la cueva excavada en la roca del Auseva y en las escarpaduras de las montañas que flanquean el valle para emboscar a los musulmanes. Las narraciones cristianas incluyen exageraciones desmesuradas y atribuciones divinas, pero confluyen, como los testimonios de los historiadores árabes, en que la victoria cristiana supuso la muerte del general Alkama y que el obispo Oppa, y otros personajes importantes, fueran hechos prisioneros. Cortada la retirada hacia el Oeste, el descalabro musulmán se incrementó durante la huida de la vanguardia musulmana a consecuencia de un desprendimiento de tierras que bien pudiera obedecer a causas naturales y que el cronista atribuye a intervención divina.
Las fuentes cristianas exageraron la victoria e introdujeron componentes legendarios con intención de subliminar de los orígenes de los nuevos reinos surgidos al inicio de la Reconquista; tanto como los textos musulmanes disimularon la derrota, sin poder negarla completamente. Restando importancia a la campaña, Ibn ayyªn e Isa al-Razi definen en sus textos a los astures como un reducido número de combatientes hambrientos, unos «treinta asnos salvajes»; y apuntan que la retirada musulmana estuvo motivada por las dificultades del terreno y el escaso botín de someter a tales brutos.
El silencio más sorprendente es el de la «Crónica Mozárabe», del año 754, que se puede justificar por el nulo o escaso eco que entre los círculos cordobeses habría tenido una derrota acontecida en un lejano y apartado lugar de la frontera norteña.
Pero, más allá de la envergadura de la batalla o de cómo la vendió cada bando, lo que es incuestionable es que con aquella rebelión se inició el primer núcleo local independiente del poder musulmán con centro en Cangas de Onís, el origen de una dinastía de reyes llamados a ganar terreno a las fuerzas islámicas. Porque «detrás de las contradicciones de las fuentes, de los datos irreconciliables, de las deformaciones fantásticas que ofrecen en muchos casos y de unos silencios no tanto atribuibles a la inexistencia de los hechos como al desconocimiento o minusvaloración, impremeditada o consciente, de los mismos por quienes los historiaban, la realidad de Pelayo y Covadonga, de los sucesos que esos dos nombres evocan, es actualmente incuestionable y de general aceptación por la historiografía más autorizada», señala el catedrático de Historia Medieval Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar en la entrada que le dedica a Don Pelayo en el Diccionario Biográfico de la RAH.
Las dos principales crónicas coinciden en la datación de la muerte de Pelayo en el año 737, tras diecinueve de reinado, puntualizando que ocurrió en Cangas. No lo hizo como un príncipe godo que refundó el reino visigodo, sino como el Rey de un nuevo reino.
Fuente ABC