Un 15 de junio de 1835, el carlista Tomás de Zumalacárregui recibió un impacto de bala durante el asedio de Bilbao. A pesar de que la herida fue en la pierna, su tozudez y las malas prácticas médicas le llevaron a la muerte
De Baldomero Espartero al general Rodil. De Francisco Espoz y Mina a Manuel O’Doyle. Todos ellos, la élite del ejército isabelino, la flor y nata de las fuerzas que combatían durante la Primera Guerra Carlista, se enfrentaron y fueron derrotados por Tomás de Zumalacárregui. Sin embargo, también tuvieron la suerte de que este rudo general muriera allá por 1835, en plena expansión militar del pretendiente Don Carlos, debido a una mezcla de mala fortuna, tozudez y pésima praxis médica. De hecho, fue una herida nimia en la pierna la que liberó a la reina Isabel de uno de sus enemigos más sobresalientes.
La desgracia para el bando carlista sobrevino en el mejor momento para el pretendiente: durante el cerco de Bilbao. Fue más concretamente el 15 de junio cuando, mientras dirigía a sus tropas desde el balcón de una casa, Zumalacárregui recibió el disparo que le llevaría al otro mundo. Un impacto que, en su momento, apenas le granjeó una pequeña cojera pero que, poco después, terminó postrándole en el lecho. A partir de ese instante, los enfrentamientos entre sus médicos (cada uno defensor de una técnica diferente para buscar la cura) y la misma tozudez del militar (que obvió muchos de los remedios y dejó su salud en manos de un curandero local) empeoraron la situación hasta que todo acabó en desastre.
Desde entonces, la leyenda y la red han alimentado la idea de que Zumalacárregui pudo ser envenenado e, incluso, han extendido que se orquestó una trama para acabar con él. Todo falsedades infundadas, según desvela en declaraciones a ABC Mikel Alberdi, responsable del archivo y documentación del Museo Zumalakarregi de Guipuzcoa: «No hay demasiado misterio sobre lo que pasó. Para encontrar la causa de la muerte basta con observar el tratamiento que le recetaron los médicos: sangrías hechas con sanguijuelas y limonadas. Si a esto le sumamos la “ayuda” de un curandero con métodos incluso más primitivos, todo nos lleva al trágico final».
Inicios turbulentos
Los orígenes del conflicto hay que buscarlos el 29 de septiembre de 1833, jornada en que Fernando VII (amado y odiado a la vez por el pueblo español) falleció. Con su partida al otro mundo tomó las riendas del país su esposa María Cristina como regente hasta que la pequeña Isabel II alcanzara la mayoría de edad. Fue entonces cuando comenzó una disputa abierta por el poder. «Don Carlos María Isidro de Borbón, hermano del rey, amparándose en la llamada ley sálica, no lo admitió […] y se proclamó con mejor derecho para acceder al trono», explica Josep Carles Clemente Muñoz en «Breve Historia de las Guerras Carlistas».
La muerte de Fernando fue el detonante que llevó a Don Carlos (exiliado entonces en Portugal) a declarar la guerra y dividir en dos no solo a España, sino también a Europa. Y es que, en palabras de Clemente, a la causa carlista se adhirieron Rusia, Austria y Prusia; mientras que al liberal se unieron Portugal, Inglaterra y Francia. Más allá de pactos internacionales, el enfrentamiento se hizo público cuando un funcionario de Correos llamado Manuel María Gonzálezlanzó el primer «¡Viva Carlos V!» y depuso a las autoridades reales en Talavera de la Reina allá por el 3 de octubre de 1833. La acción fue reprimida, pero hizo las veces de pistoletazo de salida.
Zumalacárregui, más conocido por entonces como «Tío Tomás», fue uno de los pocos generales que se declararon carlistas en 1833. «Todos los historiadores están de acuerdo en que su capacidad organizativa fue determinante en la guerra. Hay que tener en cuenta que recogió a unos pocos campesinos dispersos que se habían echado al monte y, gracias a las tácticas guerrilleras que había aprendido en la Guerra de la Independencia, mantuvo en jaque al ejército de Isabel mientras entrenaba a un contingente capaz de enfrentarse al enemigo», añade Alberdi. El experto también es partidario de que «la gran mayoría de los militares se mantuvieron fieles a Isabel» y «apenas unos pocos» siguieron al pretendiente.
Dos años después, Zumalacárregui ya se había hecho con una gran cantidad de territorio vasco. Todo ello, con la ayuda de su «Requeté», apodo que recibía «el tercer batallón de Navarra» a sus órdenes, según explica José María Iribarren en «Historia y costumbres, colección de ensayos». Para entonces, en el uniforme de las tropas carlistas ya se había generalizado el uso de la boina. Prenda que, a su vez, solía ser roja para la mayoría de sus integrantes.
De hecho, y como dato curioso, este símbolo quedó tan asociado a las tropas carlistas que, en 1838, el general Espartero impidió que se portara en todo el territorio nacional en los siguientes términos: «Se prohíbe el uso de la boina a toda clase de personas y estados, así militares como paisanos».
En 1835, Zumalacárregui era ya el mando único efectivo del ejército del Norte, y acababa de vencer al mismísimo Espartero en Descarga. «Era el momento de mayor expansión de las fuerzas carlistas. el general había conquistado todo el territorio vasco salva las cuatro principales capitales», añade Alberdi. Sin embargo, su suerte se tornó en tragedia durante el cerco de Bilbao, iniciado en junio de 1835. «Él creía que debía atacar Vitoria para acercarse más a Madrid, pero le ordenaron sitiar Bilbao para avalar las ayudas financieras que llegaban desde Europa. Don Carlos necesitaba una ciudad comercial para justificarse ante las potencias que le estaban ayudando», completa el experto del «Museo Zumalacárregui».
Clemente es de la misma opinión en su obra: «En el campo carlista se presenta un dilema. El Gobierno legitimista es consciente de que para continuar la guerra se necesita dinero. Y el crédito exterior exige, para conceder varios empréstitos, la toma de una capital: Bilbao. Además, esta victoria proporcionaría el prestigio suficiente para conseguir reconocimientos internacionales. Por otro lado, la situación militar y la opinión de Zumalacárregui eran contrarias a este proyecto. Pero los asesores que rodean a don Carlos deciden la toma de Bilbao».
Disparo fatal
Fue precisamente durante el cerco a la ciudad de Bilbao en el que a Zumalacárregui le alcanzó la bala perdida que le costaría la vida. Todo ocurrió el 15 de junio de ese mismo mes, mientras el general dirigía a sus tropas desde un balcón del palacio del Marqués de Vargas, junto a la basílica de Begoña. Algo que no le habían desaconsejado sus oficiales más cercanos.
«Parece ser que sus subordinados le habían exhortado a no hacerlo, pues las contraventanas de aquel balcón se hallaban perforadas por varios impactos de bala y los defensores bilbainos disparaban sobre él en cuanto veían algún movimiento», desvela Juan Gondra en su dossier «Herida y muerte de Zumalacárregui».
La versión varía sustancialmente atendiendo a las fuentes. En palabras de Gondra, algunos afirman que Zumalacárregui permanecía parcialmente oculto detrás de una ventana. Otros, que daba órdenes a voz en grito. Lo que sí está claro es que, mientras el general vislumbraba al enemigo mediante un catalejo, una bala rebotada disparada por los isabelinos se incrustó en su pierna derecha. Con todo, parece que el militar no se inquietó por ello, sino que intentó disimular el dolor hasta que fue demasiado evidente.
Primer error
Después de que el disparo hiriera a Zumalacárregui, los altos oficiales carlistas hicieron llamar al médico Vicente González de Grediaga. Su testimonio (escrito tras el fallecimiento del general con el objetivo claro de culpar a otros de su muerte) es a día de hoy uno de los únicos que nos acerca a los últimos momentos del hombre que, durante dos años, tuvo en jaque a la España isabelina.
«Serían las cuatro de la mañana del día 15 de junio de 1835, cuando ya nos hallábamos en movimiento; empezó en seguida el fuego de ambas partes en los diferentes puntos del bloqueo, rompió el suyo con viveza la batería del Circo, y yo me situé en la sacristía de la iglesia de Begoña, como punto céntrico de las operaciones y en donde se colocó desde muy temprano el general para dirigirlo todo. A las ocho, poco más o menos, se me presentó su secretario, don Juan Antonio Zaratiegui, diciéndome que fuese inmediatamente con él a ver al general que había sido herido y se hallaba sin conocimiento».
Grediaga relata que se encontró a Zumalacárregui inconsistente, por lo que se vio obligado a arrojarle un vaso de agua helada para que volviera al reino de los vivos. A partir de ese momento, su mayor obsesión fue hallar el punto exacto por el que había entrado la bala. Y finalmente lo logró.
«Por fin hallamos un agujero del tamaño de una bala de fusil en el pantalón rojo, y examinada la pierna derecha vimos el mismo agujero en el tercio superior y parte anterior e interna de aquella, rozando el borde interno del hueso de la tibia a la distancia de dos pulgadas poco más o menos de la articulación femorotibial, o llámese rodilla. En este momento empezó a hablar el general, manifestando un vivo deseo de que se le sacase pronto de aquel punto, lo que se verificó en seguida con inminente riesgo suyo y de todos los que le acompañábamos, pues desde aquel instante se redobló el fuego».
En esta primera parte del informe, el médico carlista afirma que intentó convencer a los oficiales más cercanos al general de que lo mejor era sacarle aquella bala maligna de la pantorrilla, pero que estos se negaron. Finalmente, y tras una extensa discusión, los ayudantes ubicaron a Zumalacárregui en unas parihuelas con dos colchones. Real asiento que posteriormente fue cambiado por una «cama de sofá» a la que se colocó un toldo para evitar el calor.
Y es que, ni cuando uno tiene la posibilidad de morirse renuncia a la comodidad. En este punto, cuando todavía no habían pasado más que unas horas desde que se sucediera la tragedia, el militar fue llevado a Zornoza, donde fue recibido por el mismo pretendiente y por sus médicos. Para Grediaga, por entonces la herida no era ni mucho menos grave.
«Le tomé el pulso, y se lo encontré lleno, duro y frecuente. Tenía el semblante muy animado, los ojos encendidos, un poco de inyección sanguínea en la conjuntiva, la lengua encendida en sus bordes y punta, y con un empaste blanco en su dorso. […] Fue así mismo de dictamen que no se le removiese de Durango, así por el estado en que se hallaba, como por lo caluroso de la estación […] Todos convinieron conmigo en esta idea, y yo fui el encargado de manifestárselo».
Fue en ese punto donde el general cometió el primer error. Un fallo que, a la postre, le salió caro: decidió que quería ser tratado en Cegama, en lugar de dejar sus posaderas dónde se hallaba. «Al final todo influyó en su muerte, tanto la mala suerte como la cabezonería. Los médicos querían tratarle en Durango, y él ordenó ser llevado hasta Cegama», añade Alberdi.
Hasta el mismo Don Carlos le sugirió (aconsejado por los médicos de la corte) quedarse allí. Pero no hubo forma. La conversación que ambos mantuvieron demuestra, sin duda, la tozudez del militar:
-¿Cómo te hallas, Tomás?
-Señor, bien.
-¿Y cómo te has expuesto a ser herido?¿No sabes que un general en jefe nunca debe exponerse a tanto peligro?
-¿Señor, lo sé, pero tampoco ignoro que el buen artillero debe morir al pie del cañón. Además, ninguna cosa se hubiera hecho bien de no estar yo delante, y como ya he vivido harto tiempo, y tengo el convencimiento de que en la presente guerra todos debemos morir, me es indiferente el resultado de mi herida.
-¿A dónde piensas ir?
-A Cegama.
-Mira que está muy lejos, que te puedes empeorar, quédate aquí.
-No señor, he dicho que a Cegama y Vuestra Majestad no dudará que allá voy, porque conoce mi carácter.
-Bien hombre, le conozco, pero cuídate, por Dios.
Curanderos
Por si fuera poco, Zumalacárregui ordenó además obviar los consejos de los médicos con más solera que había a su alrededor (entre ellos, galenos internacionales) y mandó llamar a José Francisco Tellería.
Más conocido como «Petriquillo», este curioso sujeto era un curandero vasco que se había ganado cierta fama a lo largo y ancho de la región sanando a (supuestamente) decenas de enfermos. Entre ellos, multitud de soldados del ejército carlista. En favor del militar habría que señalar que ya había recibido sus atenciones antes, y siempre para bien. Sin embargo, a Grediaga no le convencieron en ningún momento sus métodos.
«El curandero empezó a ejercer sus funciones. Le quitó todo el apósito que se le había puesto en las inmediaciones de Bilbao. [Lo] sustituyó [por] una fuerte untura que él mismo le dio con manteca y cuyas bruscas fricciones principiaban en la cadera y terminaban en el pie, esto cubrió todo aquella parte con una venda ancha empapada en vino, colocó en la herida una planchuela con bálsamo samaritano y envolvió todo con un vendaje particular que él mismo cortó de una sábana. El general sufrió todas estas operaciones sin dar señal de dolor en la parte afectada».
En su informe, Grediaga incide en que este tratamiento hizo que la ínfima herida de Zumalacárregui pasase -en los días siguientes- a convertirse en un verdadero dolor de cabeza. Aunque, en palabras de Alberdi, los métodos de los médicos militares de entonces tampoco estaban mucho más avanzados: «Para tratar de que remitiera la infección que se había generado, los médicos le aplicaron sangrías con sanguijuelas. No sabían hacer otra cosa».
Según este experto, y por si fuera poco, durante aquellos años los galenos no sabían que lavarse las manos antes de tratar la herida era esencial. «Teniendo en cuenta todo esto, no es raro lo que pasó. Pero está claro que, al final, los médicos carlistas solo buscaron pasarle el muerto, y nunca mejor dicho, a Petriquillo», añade.
Fuera por la causa que fuese, lo cierto es que la salud del general fue empeorando en las jornadas posteriores. El día 18, Zumalacárregui seguía sufriendo severos dolores de pierna y padecía de estreñimiento.
El 19, en palabras de Grediaga, Zumalacárregui mejoró notablemente (casualmente, después de que este galeno le tratase). A partir del 20, sin embargo, el militar volvió a empeorar. La situación empezaba a ser cada vez y más grave. Y todo ello, a pesar de que -en principio- la mayoría de expertos consideraron que aquello no era más que una nimiedad. «La herida no debía ser tan grave. De hecho, dijeron que en quince días estaría montando a caballo», añade el responsable del archivo y documentación del Museo Zumalakarregi.
Extracción
Cuando llegó el día 23, el desconcierto cundía entre los médicos y Petriquillo. Ninguno de ellos llegaba a discernir por qué diantres el general no mejoraba. Así pues, entre los facultativos surgió la siguiente duda: ¿Era o no necesario extraerle la bala de la pierna? La mayoría de ellos creyó que sí. Grediaga, por su parte, afirma en su informe que aquella decisión era una verdadera locura.
Finalmente, y tras varias reuniones, la mayoría decidió: la única solución era sacarle aquel trozo de metal de la pierna.
Con todo, Grediaga reitera repetidas veces en su informe que tomaron aquella determinación sin contar con él. «Repentinamente, tomaron la decisión de que había que sacarla. Fue la víspera de su muerte», añade Alberdi. En palabras del documentalista, pasearon la bala por todo el pueblo de lo contentos que se hallaban. El médico carlista corrobora este hecho en su dossier. El mismo texto en el que explica que solo se enteró de la intervención tras preguntar, al ver mucho revuelo en la estancia de Zumalacárregui, qué sucedía.
«-¿Qué ha de sucederme? (me contestó), que el general dentro de pocos días estará bueno y a la cabeza de su ejército a pesar de los temores de usted. Gelos, Petriquillo y Bolloquí acaban de sacarle la bala y véala usted en este plato que ya ha corrido por todo el pueblo, a pesar de la hora que es- […]. -Bien (le contesté), el mal está hecho, y ya es inevitable. Sobre ustedes, pues, recaerá toda la inmensa responsabilidad de este paso»
Muerte entre dolores
Independientemente de quién decidiese llevar a cabo aquel tratamiento, lo cierto es que la salud de Zumalacárregui no dejó de empeorar en las siguientes horas. Al final, cuando estaba claro que iba a dormir el sueño de los justos, el mismo general solicitó que un sacerdote le diese la extrema unción y dictó su testamento. Documento que redujo a una sencilla frase: «Lo poco que hay es de mis hijas». La llegada de la noche redobló sus dolores, por lo que Grediaga se rindió y le dio un calmante para evitar su sufrimiento.
«En aquel momento recordé que, días antes, había hecho traer de la botica del Segura un calmante por si se ofrecía a medianoche. Mandé, pues, que se le diese a cucharadas alternando con el caldo, en el que también hice que echasen otra de vino de Málaga. A las diez volvió el ordenanza con el fuerte calmante que acababa de recetar aún no haría dos horas, y en su compañía el profesor Segura, que apenas vio al enfermo, convino conmigo en que estaba próximo a expirar. […] Conservó su conocimiento hasta el último instante, y expiró a las once menos cuarto del precitado día 24 de junio del año 1835, a las diez horas poco más o menos de hecha la malhadada operación de la extracción de la bala».