Seducen a los insectos y los atraen a trampas mortales para luego devorarlos. Mira las fotografías de Helene Schmitz
Una mosca hambrienta vuela entre los pinos de Carolina del Norte. Atraída por el olor a néctar que desprende una mancha escarlata de aspecto floral que hay en el suelo, la mosca se posa sobre la carnosa almohadilla de una hoja rojiza. Bebe un sorbo del dulce líquido que rezuma la hoja, mientras con una pata roza un finísimo pelo de la superficie, y después otro. De pronto el mundo de la mosca tiene paredes a su alrededor. Los dos lados de la hoja se cierran uno sobre otro, y los dientes de los bordes encajan como los de un cepo. La mosca trata de escapar mientras la trampa se cierra. La hoja ya no secreta el dulce néctar, sino enzimas que carcomen las entrañas de la mosca y las transforman lentamente en una sopa viscosa.
El insecto ha sufrido la peor humillación para un animal: lo ha matado una planta.
La pantanosa sabana de pinos que hay en un radio de 140 kilómetros en torno a Wilmington, Carolina del Norte, es el único lugar del planeta donde la atrapamoscas es nativa. También alberga otras especies de plantas carnívoras, menos famosas y más difundidas pero igual de extrañas. Hay plantas jarro, con hojas como copas de champán, en las que los insectos (y a veces otros animales más grandes) caen y mueren. Las dróseras envuelven a sus víctimas en un abrazo de pegajosos tentáculos. En lagunas y torrentes crecen las utricularias, que sorben a sus presas como aspiradoras subacuáticas.
Hay algo maravillosamente inquietante en una planta que devora animales, quizá porque destroza cualquier idea preconcebida. Carlos Linneo, el gran naturalista sueco del siglo XVII que ideó nuestro sistema de clasificar a los seres vivos, se rebelaba ante la idea de su existencia. El hecho de que una atrapamoscas devorara realmente insectos era para él «contrario al orden de la naturaleza establecido por Dios». Llegó a la conclusión de que las plantas sólo atrapaban insectos por accidente, y que en cuanto el infeliz insecto dejara de forcejear, sin ninguna duda la planta abriría las hojas y lo dejaría libre.
Darwin sabía que no era así, y el mundo al revés de las plantas carnívoras lo fascinaba. En 1860, poco después de encontrar su primera planta carnívora (una drósera) en un brezal inglés, el autor de El origen de las especies escribió: «Me interesa más la drósera que el origen de todas las especies del mundo». Pasó meses haciendo experimentos con las plantas. Dejaba caer moscas sobre las hojas y observaba cómo éstas plegaban lentamente los tentáculos pegajosos sobre su presa. Las estimulaba con trozos de carne cruda y yema de huevo. Se maravillaba al ver que el peso de un cabello humano era suficiente para iniciar una reacción. Sin embargo, las dróseras no prestaban atención a las gotas de agua, ni siquiera a las que caían desde gran altura. Reaccionar a la falsa alarma de un chubasco, razonó Darwin, sería un gran error por parte de la planta. Aquello no era un accidente. Era adaptación.
Darwin extendió sus estudios de las dróseras a otras especies, y finalmente en 1875 reunió sus observaciones y experimentos en un libro, Plantas insectívoras. Quedó maravillado por la exquisita rapidez y la fuerza de la atrapamoscas, una planta que en su opinión era «una de las más hermosas del mundo». Demostró que cuando una hoja se cerraba, se transformaba en «una copa o un estómago temporal» que secretaba enzimas capaces de disolver a la presa. Observó que las hojas tardaban más de una semana en volver a abrirse después de cerrarse y razonó que los dientes entrecruzados de los márgenes dejaban escapar a los insectos más pequeños para ahorrar a la planta el gasto de digerir una comida insuficiente. Comparó la velocidad del movimiento de la atrapamoscas (que se cierra en una décima de segundo) con la contracción de los músculos en los animales. Pero las plantas no tienen músculos ni nervios. Así pues, ¿cómo era posible que reaccionaran como los animales?
Actualmente los biólogos, que utilizan la tecnología del siglo XXI para estudiar las células y el ADN, están empezando a comprender cómo cazan, comen y digieren esas plantas, y cómo aparecieron esas curiosas adaptaciones. El fisiólogo vegetal Alexander Volko cree haber desentrañado el secreto de la atrapamoscas después de años de estudio. «Es una planta eléctrica», afirma.
Cuando un insecto roza un pelo de la hoja de una atrapamoscas se produce una minúscula carga eléctrica. Dicha carga se acumula en el interior del tejido de la hoja pero no es suficiente para estimular el cierre, por eso la planta no reacciona a falsas alarmas como las gotas de lluvia. Un insecto en movimiento, sin embargo, suele rozar un segundo pelo, lo que añade suficiente carga para desencadenar la reacción que cierra la hoja.
Los experimentos de Volkov revelan que la carga se desplaza en el interior de la hoja por túneles llenos de líquido, lo que determina la apertura de poros en las membranas celulares. El agua pasa de las células interiores de la hoja a las exteriores, lo que hace que cambie rápidamente de forma, de convexa a cóncava, como una lente de contacto blanda. Al volverse del revés, las hojas se cierran y atrapan al insecto en su interior.
La utricularia dispone de un mecanismo igual de complejo para tender su trampa subacuática: bombea el agua contenida en unas pequeñas vesículas, lo que reduce su presión interna. El paso de una pulga de agua o de alguna otra pequeña criatura estimula los pelos táctiles de la vesícula y hace que se abra una válvula. La baja presión interna succiona el agua, que arrastra con ella a la presa. En dos milésimas de segundo, la puerta vuelve a cerrarse. Entonces, las células de la vesícula empiezan a bombear agua hacia fuera, creando de nuevo el vacío.
Otras muchas especies de plantas carnívoras actúan como el papel matamoscas, capturando a sus víctimas con apéndices pegajosos. Las plantas jarro utilizan otra estrategia: desarrollan largas hojas tubulares en las que los insectos caen. Algunas de las más grandes tienen «jarros» de hasta 30 centímetros de profundidad y son capaces de digerir una rana entera o incluso una rata que haya tenido la mala suerte de caer en su interior. Complejos procesos químicos contribuyen a hacer de la planta jarro una trampa mortal. Nepenthes rafflesiana, que crece en los bosques de Borneo, produce un néctar que además de atraer a los insectos, vuelve resbaladizas las superficies. Los insectos que se posan en el borde del jarro-trampa se deslizan como un hidroavión en el agua y caen en el interior. El fluido digestivo en el que se precipitan tiene propiedades diferentes. En lugar de ser resbaladizo, es denso y pegajoso. Si una mosca intenta despegar una pata y escapar, el fluido la sujeta tenazmente.
Muchas plantas carnívoras tienen glándulas especiales que secretan enzimas suficientemente potentes para atravesar el duro exoesqueleto de los insectos y absorber sus nutrientes. Pero la sarracenia purpúrea, que vive en turberas y suelos arenosos estériles de gran parte de América del Norte, se aprovecha de otros organismos para digerir el alimento. La planta alberga una complicada red de larvas, mosquitos diminutos, protozoos y bacterias, muchos de los cuales sólo pueden sobrevivir en ese singular hábitat. Los animales se reparten las presas que caen en el jarro, y los organismos más pequeños se alimentan de los desechos. Finalmente, la planta absorbe los nutrientes liberados por ese festín gastronómico. «Los animales forman una cadena procesadora que acelera todas las reacciones –dice Nicholas Gotelli, de la Universidad de Vermont–. Por su parte, la planta aporta oxígeno a los insectos.»
Hay miles de plantas jarro en las turberas del bosque Harvard, un área de investigación ecológica de la Universidad, en el centro de Massachusetts. Un día de finales de la primavera, Aaron Ellison me llevó de excursión. «No has vivido realmente la experiencia de una turbera hasta que no te has metido hasta las ingles en ella», me dijo este ecólogo de la reserva forestal mientras observaba pacientemente cómo sacaba yo las piernas del fango. Por todo el bosque ondeaban banderitas naranjas. Cada una de ellas marcaba una planta jarro designada para servir a la ciencia. A lo lejos, un estudiante alimentaba con moscas las plantas marcadas. Los investigadores crían a estos insectos con comida a la que han añadido marcadores poco habituales de carbono y nitrógeno, para poder recoger después las plantas y medir qué cantidad de cada elemento presente en las moscas han absorbido. Como las plantas jarro son de crecimiento lento (pueden vivir varias décadas), los experimentos pueden tardar años en dar resultados.
Ellison y Gotelli están intentando desentrañar qué fuerzas evolutivas empujaron a estas plantas a decantarse por probar la carne. Comer animales proporciona a las plantas carnívoras unos beneficios evidentes; cuando los científicos dan a las plantas jarro una ración extra de insectos, crecen más. Pero los beneficios de comer carne no son los que cabría imaginar. Los animales carnívoros, como nosotros, usan las proteínas y la grasa de la carne para producir tejido muscular y energía. Las plantas carnívoras, en cambio, extraen de sus presas nitrógeno, fósforo y otros nutrientes esenciales con los que sintetizan las enzimas necesarias para captar la luz. En otras palabras, comer animales permite a las plantas carnívoras hacer lo que hacen todas las plantas: aprovechar directamente la energía del sol.
Por desgracia, lo hacen muy mal. Las plantas carnívoras son tremendamente ineficaces en la transformación de la luz solar en tejidos, porque tienen que destinar gran cantidad de energía a la producción del equipo necesario para atrapar animales (las enzimas, las unidades de bombeo, los apéndices pegajosos…). Una planta jarro o una atrapamoscas no realizan tanta fotosíntesis como las plantas con hojas corrientes porque, a diferencia de éstas, no disponen de «paneles solares» planos capaces de captar grandes cantidades de luz solar. Ellison y Gotelli creen que sólo en ciertas circunstancias los beneficios del consumo de carne superan los costes. El suelo pobre de las turberas, por ejemplo, ofrece muy poco nitrógeno y fósforo, por lo que las plantas carnívoras gozan allí de una ventaja respecto a las plantas que obtienen esos nutrientes por medios más convencionales. Además, las turberas reciben luz solar en abundancia, por lo que incluso una ineficiente planta carnívora puede realizar suficiente fotosíntesis para sobrevivir. «No se pueden mover, y sacan el mejor partido posible de su situación», dice Ellison.
La evolución ha repetido varias veces la misma transacción. Comparando el ADN de las plantas carnívoras con el de otras especies, los científicos han descubierto que evolucionaron de forma independiente al menos en seis ocasiones. Algunas plantas carnívoras que parecen casi idénticas tienen un parentesco lejano. Los dos tipos de plantas jarro (el género tropical Nepenthes y el género Sarracenia, de América del Norte) presentan hojas en forma de jarra y emplean la misma estrategia para capturar presas. Sin embargo, evolucionaron a partir de antepasados diferentes.
En varios casos es posible seguir la evolución de las plantas carnívoras complejas a partir de otras más simples. La atrapamoscas, por ejemplo, tiene un antepasado común con el drosófilo luso, que sólo tiene glándulas pegajosas en los tallos (aunque la captura de insectos se hace en las hojas), y comparte un antepasado más reciente con las dróseras, que además de presentar glándulas pegajosas pueden cerrar las hojas sobre sus presas. Al parecer, las atrapamoscas han desarrollado una versión más evolucionada de ese tipo de trampa, con las hojas transformadas en cepo.
Desgraciadamente, las adaptaciones que permiten que las plantas carnívoras prosperen en hábitats marginales también las vuelven extremadamente sensibles a los cambios medioambientales. Los desechos agropecuarios y la contaminación de las centrales eléctricas están añadiendo nitrógeno de más a muchas turberas de América del Norte. La adaptación de las plantas carnívoras a la escasez de nitrógeno es tal que ese fertilizante añadido les sobrecarga el sistema. «Al final se queman», advierte Ellison.
La intervención humana también plantea otras amenazas para las plantas carnívoras. El mercado negro de plantas carnívoras exóticas es tan activo que los botánicos tienen que guardar en secreto la localización de algunas especies raras. En Carolina del Norte se arrancan ilegalmente miles de atrapamoscas que se venden en puestos de carretera. El Departamento de Agricultura de Carolina del Norte ha empezado a marcar ejemplares silvestres con un tinte inocuo invisible que sólo brilla con luz ultravioleta para que los inspectores puedan determinar si las plantas en venta proceden de un invernadero o fueron recolectadas en la naturaleza. Pero incluso si fuera posible detener la recolección ilegal de plantas carnívoras (lo que tampoco es seguro), éstas seguirían expuestas a numerosas amenazas. Su hábitat está desapareciendo, para ser reemplazado por centros comerciales y viviendas. Además, el control de los incendios permite a otras plantas crecer rápidamente y desplazar a las atrapamoscas. Quizá sea una buena noticia para las moscas, pero es una gran pérdida para todos los que nos maravillamos ante la infinita capacidad de inventiva de la evolución.
fuente:National Geographic