Pedro Antonio de Olañeta, el absolutista irreductible de la independencia sudamericana

El 12 de julio de 1825 Pedro Antonio de Olañeta alcanzaba el culmen de su carrera profesional: el rey Fernando VII acababa de nombrarle virrey del Río de la Plata.

Lamentablemente, el agraciado no pudo disfrutar de su nuevo cargo; de hecho, ni siquiera llegó a asumirlo porque cuando llegó la noticia a América llevaba más de tres meses muerto.

A esta curiosa circunstancia se sumaba otra: Olañeta había caído en la batalla de Tumusla contra el Ejército Libertador del Perú de Carlos Medinaceli Lizarazu y ambos jefes habían seguido trayectorias opuestas, empezando el primero con simpatías hacia los revolucionarios para luego defender la causa realista mientras que el segundo evolucionó justo al revés.

 

 

Pedro Antonio de Olañeta era peninsular de origen: nació en Elgueta (Guipúzcoa) en 1770 y a la edad de diecisiete años emigró con sus padres a América, estableciéndose entre Potosí y Salta.

Era una familia de comerciantes que logró abrirse camino y hacer fortuna, pasando a formar parte de la élite social de Tucumán, máxime cuando el joven Pedro se casó con su prima, que además era la hermana de Juan Guillermo Marquiegui, militar de Jujuy que luego se haría un nombre en las guerras que se avecinaban. El matrimonio tenía un alto nivel de vida, regentando una estancia (es decir, una hacienda o rancho).

Retrato de Olañeta/Imagen: Surazo

En realidad, Olañeta también había ingresado en las filas del ejército, en las milicias locales; por eso y por estar acostumbrado a dirigir a su cuadrilla de trabajadores, cuando en 1810 estalló la Revolución de Mayo no le faltaba experiencia en el mando.

Durante el mes homónimo, recibida la noticia de la caída de la Junta Suprema Central en España, se convocó un cabildo abierto y un congreso del que salió una Junta Patriótica, presidida por Cornelio Saavedra, que proclamó la independenciael día 25, decretando el libre comercio y enviando ejércitos al mando de los generales Antonio Balcarce y Manuel Belgrano a liberar otras zonas del virreinato: el Alto Perú (Bolivia) y la llamada Banda Oriental (territorios al este del río Uruguay, es decir, Paraguay y Uruguay), aún leales al Consejo de Regencia español a la par que recelosas del centralismo bonaerense.

Como decía antes, en un primer momento Olañeta saludó el movimiento pensando, como tantos otros entonces, que era una simple reacción contra el dominio napoleónico en defensa de la corona española, cuyo legítimo depositario debía ser Fernando VII.

Sin embargo, cuando quedó patente que aquello iba a tener una trascendencia mucho mayor, que se aspiraba a la independencia y que en ésta, como español peninsular, vería peligrar sus propiedades, tomó partido abiertamente por el bando realista.

La Revolución de Mayo (Francisco Fortuny)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Haciendo bueno ese dicho de que la conquista fue cosa de los propios americanos mientras que la emancipación la hicieron los españoles luchando entre sí, la guerra se extendió como un reguero de pólvora por todo el continente. Olañeta se incorporó como comandante a las tropas del general José Manuel de Goyeneche, que había sido representante plenipotenciario de la Junta Suprema de Sevilla para los territorios americanos y en cuyo nombre proclamó a Fernando VII como único monarca.

Goyeneche operó en la provincia de Jujuy, territorio colindante con el Alto Perú y cuya capital, San Salvador, llegó a ocupar en 1817.

En tierra jujeña se produjo un curioso enfrentamiento de gauchos contra gauchos, ya que los que mandaba el español se enfrentaban a los dirigidos por Martín Miguel de Güemes, uno de aquellos militares enviados allí por la Junta.

De hecho, Güemes fue el que logró el único triunfo contra los realistas (en Suipacha), imponiéndose en las demás las tropas de Goyeneche, que se ganó el título de conde de Guaqui por la victoria en ese lugar. No obstante, las hostilidades se prolongaron varios años y el destino preveía un enfrentamiento directo entre Güemes y Olañeta.

Martín Miguel de Güemes/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Fue en Salta, provincia al sur de Jujuy, cuya capital, harta de los impuestos ordenados por los revolucionarios, reclamó la presencia del ejército realista. Olañeta envió al coronel José María Valdés, quien ocupó la ciudad y cuando Güemes acudió a recuperarla le tendió una emboscada.

Güemes tuvo que huir malherido con el agravante de que era hemofílico, falleciendo unos días después. Póstumamente obtuvo la victoria, pues semanas más tarde sus hombres liberaron Salta. Pero, entretanto, Olañeta había alcanzado gran prestigio y ascendió a general de brigada.

Las cosas habían cambiado en la metrópoli. Los liberales habían forzado al rey a jurar la Constitución y, consecuentemente, enviaban un nuevo virrey al Río de la Plata: José de la Serna e Hinojosa. Mala cosa para un absolutista incondicional como Olañeta, que sin embargo se puso a sus órdenes durante un par de años hasta que en 1824 se rebeló contra su autoridad.

La Insurrección de Olañeta, como se la conoce históricamente, se produjo a principios de ese año, el 22 de enero, tras una serie de tiras y aflojas con la cúpula militar liberal y la inducción de su sobrino Casimiro, que también era su secretario. Se trataba éste de un prestigioso jurista de la Real Audiencia de Charcas, excombatiente en las filas del anterior virrey José de la Pezuela.

El rey Fernando VII (Vicente López)/Imagen: dominio púbico en Wikimedia Commons

Casimiro convenció a su tío para el golpe al enterarse de que, primero, el Consejo de Regencia de Urgel les animaba a sublevarse y, después, que la Santa Alianza, a través de los Cien Mil hijos de San Luis, había devuelto el poder absoluto a Fernando VII.

Los Olañeta renegaron oficialmente de La Serna y se llevaron los fondos reales depositados en Potosí, además de todos los tesoros eclesiásticos que encontraron para financiar su movimiento y formar un ejército propio. La división entre españoles propició la labor de Bolívar, que avanzó sobre Jauja y el 6 de agosto de 1824 derrotó en la sangrienta Batalla de Junín al teniente general José de Canterac, que había tenido que dividir sus fuerzas para perseguir a Olañeta.

Y es que éste se había echado al monte con cuatro mil soldados, siendo además apoyado por Francisco Javier Aguilera (gobernador de Santa Cruz de la Sierra, que se llevó otro millar de efectivos) y su cuñado Guillermo Marquiegui, entre otros. Al grito de “¡Vivan la religión, el Rey y la nación!, los sublevados no tuvieron reparos en establecer contactos con Bolívar y negociar al parecer el reparto del territorio.

Por lo visto, la idea de Casimiro Olañeta era que el Alto Perú, considerado ya indefendible para España, al menos quedara independiente del resto del Perú y del Río de la Plata, con su tío como virrey. De hecho, los absolutistas propagaron el rumor de que ésa era la intención de La Serna. En cualquier caso, la inflexibilidadde Olañeta tío en las conversaciones con el Libertador impidió el acuerdo.

El virrey José de la Serna/Imagen: Foto historico en Wikimedia Commons

El virrey envió al general Jerónimo Valdés, un reconocido liberal que propuso un acuerdo en Tarapaya cediendo a las reivindicaciones absolutistas; en realidad sólo trataba de ganar tiempo para que Canterac desarticulara a los revolucionarios en El Callao y Lima. Logrado esto se reemprendió la campaña contra Olañeta en junio.

Los absolutistas habían conseguido reunir cinco mil hombres y desbarataron a los liberales en Tarabuquillo mientras se las arreglaban para escapar manteniendo las distancias. La mayoría de las acciones fueron de envergadura menor pero cuando la balanza empezaba a inclinarse del lado de Valdés llegó la noticia de Junín y con ella la orden de regresar a Cuzco.

De esta forma, Olañeta quedó dueño del Alto Perú, recibiendo felicitaciones de Bolívar. A finales de año el ejército realista fue derrotado en Ayacucho a pesar de que ambos bandos españolistas aparcaron temporalmente sus diferencias para hacer frente al enemigo común: Olañeta había enviado refuerzos pero los mandos liberales carecían de motivación sabiendo que en España había triunfado Fernando VII y les esperaban consejos de guerra, así que aquel desastre supuso, en la práctica, el final del dominio efectivo español en Perú.

Representación anónima de la batalla de Ayacucho/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En enero de 1825 Casimiro Olañeta acompañaba a Sucre en su entrada al alto Perú; sería elegido miembro de la Asamblea Nacional en Chiquisaca y se convertiría en uno de los firmantes de la Declaración de Independencia aquel verano. Es más, llegaría a ministro en varios gobiernos y sería pieza fundamental en la labor legisladora de Bolivia, falleciendo como presidente de la Corte Suprema de Justicia.

Mientras, su tío rechazó la oferta que le hicieron los libertadores para que se sumara a la construcción del nuevo país. Hubo paz durante cuatro meses pero, evidentemente, el gobierno naciente no se podía permitir un ejército hostil operando en su territorio; el 1 de abril de 1825 se libró la Batalla de Tumusla, en la que Carlos Medinaceli se pasó al bando contrario dejando solo a su antiguo superior y derrotándole. Olañeta, herido en combate, murió al día siguiente. No llegó a saber que Fernando VII le había nombrado virrey.

Fuentes: Historia general de España y América (Luis Suárez Fernández)/Historia Contemporánea de América Latina (Tulio Halperin Donghi)/Ni con Lima ni con Buenos Aires. La formación de un estado nacional en Charcas (José Luis Roca)/El complejo proceso hacia la independencia de Charcas (1808-1826). Guerra, ciudadanía, conflictos locales y participación indígena en Oruro (María Luisa Soux)/Galería de españoles celebres contemporáneos (Nicomedes Pastor Díaz)/Historia de la independencia de Bolivia (Jorge Siles Salinas)/LBV