La sangrienta rebelión maya del Yucatán en 1546

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Amediados del siglo XVI, justo veinticinco años después de que los españoles derribaran al Imperio Azteca e iniciaran otras expediciones para someter los territorios de lo que hoy es México y parte de EEUU, que fueron controlados progresivamente en las décadas siguientes, la península del Yucatán se alzó en armas poniendo en el filo de la navaja todo lo conseguido hasta entonces en la región por los Montejo, la familia que había dirigido su conquista. Las tribus mayas se rebelaron virulentamente en 1546 y obligaron a reiniciar una campaña que se extendió durante todo un año pero que no lograría poner fin a las hostilidades de forma definitiva hasta casi siglo y medio más tarde.

 

 

 

No deja de ser paradójico, puesto que esa parte de América fue una de las primeras en ser avistada y antes de que el gobernador de Cuba, Diego Velázquez de Cuéllar, nombrase a Hernán Cortés capitán de la expedición que a la postre daría a éste la fama, ya había enviado otras dos a la costa continental para tantear el terreno, comerciar con los indios y conseguir esclavos para trabajar en las plantaciones y minas cubanas, necesitadas de mano de obra ante la despoblación local.

Diego Velázquez en un retrato anónimo del siglo XVIII/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La primera fue la de Francisco Hernández de Córdoba, quien arribó a la península del Yucatán en 1517. Se tenía noticia de ella por un viaje previo de Diego de Nicuesa seis años antes, durante el que naufragó uno de los barcos que formaban su escuadra: dos de los supervivientes fueron Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, que convivieron con los indígenas todo ese tiempo como esclavos hasta que el primero fue rescatado por Cortés mientras que el segundo optó por quedarse al haber fundado allí una familia, convirtiéndose en el paradigma del mestizaje que caracterizó la historia americana a partir de entonces.

La visita de Hernández de Córdoba no resultó muy productiva y fue necesario librar algunas batallas, pero se consiguió oro e información suficiente como para infundir interés en Velázquez. Éste, al año siguiente, organizó una nueva expedición bajo el mando de su sobrino Juan de Grijalva: cuatro barcos y dos centenares de hombres recorrieron la costa yucateca, ora luchando con indios hostiles, ora mercadeando con otros amistosos. Fue en este periplo cuando oyeron hablar por primera vez de los poderosos y ricos mexicas, que vivían en el interior. Pero a su regreso Grijalva fue abroncado por Velázquez por no haber tenido más iniciativa y contactar con ellos, de ahí que para el que esperaba fuera el tercer y definitivo intento eligiera a alguien más audaz. Y designó a Cortés.

Señoríos mayas en el siglo XVI/Imagen: Wikimedia Commons

Caída Tenochtitlán en sus manos y controlados -no sin dificultades- los reinos circundantes (purépechas, zacatecas, chinantecas, mazatecas, mixtecas, huastecas…), en 1527 se acometió la conquista del Yucatán, que había permanecido al margen por la escasez de metales preciosos y la dificultad de arrostrar sus características físicas: una península de 145.000 kilómetros cuadrados con clima tropical (temperatura y humedad muy elevadas, lluvias frecuentes y huracanes estacionales), ausencia de ríos y cubierta por una densa selva en la que aún vivían tribus mayas que habían dejado atrás los tiempos de esplendor de esa civilización pero mantenían la belicosidad adquirida en su última etapa.

Una primera campaña se hizo en 1523 contra los mayas chontales pero la conquista propiamente dicha llegó tres años después. En 1526 Francisco de Montejo, uno de los participantes en las dos primeras expediciones y ex-compañero de Cortés, recibió de Carlos V el nombramiento de Adelantado, Capitán General y Alguacil Mayor de Yucatán, y organizaba una expedición a su cargo -como era normal entonces- con cuatrocientos soldados -no llevaba sacerdotes, lo que resulta significativo- y se lanzaba a la aventura de adueñarse de tan inhóspita región. Aquel pequeño ejército necesitó tres duras campañas desarrolladas a lo largo de casi dos décadas, si bien hubo un receso entre 1535 y 1540 para ampliar las operaciones a las gobernaciones de Guatemala, Chiapas y Tabasco, siendo su hijo y su sobrino homónimos quienes remataron la tarea a finales de 1545.

Monumento a los Montejo en Mérida/Foto: Yodigo en Wikimedia Commons

Pero una cosa era ganar la guerra y otra ganar la paz. La población autóctona asumió su derrota pero quedó latente el resentimiento contra la extrema violencia que emplearon algunos militares enemigos, caso de Gaspar Pacheco, Melchor Pacheco y Alonso López Zarco, que recurrieron a matanzas, mutilaciones y aperreamientos. Asimismo, la nueva vida impuesta les resultó insoportable. El sistema de encomiendas (asignación de grupos de indios a un encomendero para el que debían trabajar a cambio de manutención y evangelización) ya se había revelado como una semiesclavitud, pese a los esfuerzos de la Corona por regularlo: los indígenas quedaban endeudados de forma perenne con los encomenderos por el mísero jornal que cobraban y las derramas tributarias extraordinarias dejaban exhaustos los recursos.

Además, los pueblos mayas, cuya existencia estaba tan estrechamente ligada a su religión, encajaron peor que otros la fe cristiana y no entendían por qué los sacerdotes españoles prohibían sus danzas rituales y derribaban las ceibas sagradas de sus plazas (el Árbol de la Vida, metáfora del Axis mundi que unía el cielo con el inframundo en la cosmología y cosmogonía mayas). La gota que colmó el vaso fue el traslado de la nueva ciudad de Valladolid desde su emplazamiento original en Chauac-há a Sací, una antigua capital ceremonial maya, a causa de la insalubridad de la anterior ubicación. Los indios lo vieron como la profanación definitiva y explotaron.

Representación de la ceiba sagrada en una estela maya/Imagen: Literatura y Mundo Maya

El chilam Ansal, el sacerdote más importante, un hombre imbuido de exaltado mesianismo, convocó a toda la casta religiosa (completamente adversa a la fe impuesta), a los bataob (dirigentes nativos, indignados por tener que pagar de su bolsillo si no podían recaudar entre los suyos los impuestos exigidos) y a los guerreros para planear una rebelión general. La fecha elegida fue la noche del 8 de noviembre, cómo no por razones simbólicas: en la doble rueda calendárica correspondía al 5 Cimí (muerte) y al 19 Xul (fin), que se interpretaron como la muerte de los españoles y el final de su dominio. Llegado el momento, en efecto, casi todo el Yucatán se alzó: las provincias de Sotuta, Ah Kin Chel, Cochuah y Calotmul.

El movimiento se inició en Valladolid, donde mataron a diecisiete españoles (incluido el alcalde y otros cargos) y cuatrocientos naboríos (indios auxiliares cristianizados) a los que consideraban traidores, además de arrancar los árboles plantados por el invasor y acabar también con los animales (perros, gatos, aves de corral…) que mancillaban con su presencia el Mayab en general y los santuarios en particular; se erradicó toda huella de cultura hispana, en suma. Las acciones fueron tan sanguinarias que los españoles capturados eran crucificados en tono de sorna o asaeteados, cuando no quemados vivos en copal o, directamente, sacrificados extrayéndoles el corazón. Luego se les descuartizaba para enviar las extremidades a otros lugares e incitarlos así a unirse a la insurrección. Veinte mil mayas se pusieron en pie de guerra.

Mapa de los territorios conquistados en el Yucatán entre 1527 y 1549/Imagen: Wikimedia Commons

La sublevación sorprendió a Francisco de Montejo reunido con su familia en Campeche. Como esa zona no se levantó, quizá por descoordinación con el resto, se pudo empezar a organizar la defensa y el contraataque en ayuda de los que aún resistían sitiados en Valladolid. Los bataob fueron arrestados de forma preventiva y el hijo de Montejo aseguró Mérida (que también había permanecido tranquila), a la par que los Bracamonte (Francisco y su hermano Hernando) iniciaban una ofensiva en Sututa contra los aguerridos cucumes y Francisco de Cieza se encargaba de los itzaes de Tazes. Dos semanas más tarde Rodrigo Álvarez y Francisco Tamayo Pacheco rompían el sitio de Valladolid y empezaban a inclinar la balanza del lado español.

A lo largo de los cuatro meses siguientes fueron recuperadas y pacificadas Cochuah, Cupal, Uaymil y Chactemal, empujando a los rebeldes hacia el noroeste de la península, convirtiéndose Chikinchel en el último lugar de desesperada resistencia, finalmente sometido por Tamayo Pacheco en la primavera de 1547. Y llegó la hora de la revancha: caciques y sacerdotes, líderes de la revuelta, fueron procesados y ejecutados; Anbal murió en la hoguera; además, miles de mayas cupules del entorno de Valladolid quedaron sometidos a esclavitud, aunque tuvieron que ser liberados después en virtud de las Leyes Nuevas y Montejo fue castigado con la pérdida de sus encomiendas.

Una edición de las Leyes Nuevas/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Otros muchos mayas se dispersaron y huyeron hacia el sur, estableciéndose en la región Dzuluinicoob (en la actual Belice) o uniéndose a los itzaes de Petén (en Guatemala, que no fue dominada totalmente hasta 1697), quedando la mitad oriental del Yucatán prácticamente despoblada. La llegada ese mismo año de cinco franciscanos con Diego de Landa al frente constituyó la primera piedra de la evangelización, aunque la resistencia nativa a convertirse se plasmaría otra vez en 1557 en una nueva rebelión, también bastante cruenta pero de menor alcance.

Fuentes: Los pies de la República. Los mayas peninsulares, 1550-1750 (Sergio Quezada)/Las lágrimas de los indios, la justicia de Dios. La resistencia armada maya(Mario Humberto Ruz en Arqueología Mexicana)/El paganismo maya como resistencia a la evangelización y colonización española, 1546-1761 (Melchor Campos García)/Buscando el centro. Formación de un orden étnico colonial y resistencia maya en el Yucatán (Miguel Baraona Cockerell)/Utopías indias. Movimientos sociorreligiosos en México (Alicia M. Barabas)/LBV