Loigorri
En 1809, la artillería española del brigadier Loigorri logró poner en huida a 10.000 soldados franceses cerca de Teruel
Son muy pocas las ocasiones en las que un único soldado logra decidir el destino de una contienda. Sin embargo, España tiene la suerte de contar entre las páginas de su historia con un hombre que, con su tesón y valor, consiguió poner en jaque a todo un ejército francés. Este militar no es otro que el brigadier Martín García Loigorri, un artillero navarro que, durante la batalla de Alcañiz sucedida en 1809, logró poner en huida a más de 10.000 soldados de Napoleón cuando todo parecía perdido para el ejército de nuestro país.
El calendario marcaba entonces el siglo XIX, una época no muy buena para la España de Carlos IV y su primer ministro Godoy («chico para todo» del monarca y amante en sus ratos libres de la reina). Y es que, en 1808 la Península se encontraba invadida por el ejército de Napoleón Bonaparte, el cual, apoyado en su megalomanía, había tomado la decisión de que toda Europa cambiara su idioma por el gabacho y se plegara a la bandera azul, blanca y roja.
Sin embargo, con lo que no contaba el «petit empereur» era con que su experimentado ejército se iba a dar de bruces contra la población de este país, la cual, a base de fusil y aperos de labranza, hizo frente con más valor que experiencia al águila imperial francesa. De esta forma, a lo largo y ancho del territorio hispano nacieron pequeñas juntas locales encargadas de organizar la resistencia contra los gabachos y que, para sorpresa de «la France», lograron infligir severas derrotas a los invasores con la ayuda de los ingleses (quienes, como era de esperar, dejaron a un lado su amado té de las cinco para dar de bofetadas a los franceses en la Península).
Ver derrotada a su «armée», según parece, no debió gustar demasiado a Bonaparte quien, hasta el sombrero emplumado de recibir malas noticias de un territorio que pensaba conquistar en pocos meses, no tuvo más remedio que desempolvar el sable y personarse en la misma España para dirigir a sus tropas en diciembre de 1808. Para desgracia española el plan de Napoleón salió a la perfección, pues su llegada insufló valor al ejército galo y, en apenas dos meses, la resistencia española fue derrotada desde Valencia hasta Burgos.
No obstante, cuando la derrota hispana parecía más cercana, el «pequeño corso» recibió una misiva que resultaría determinante: Austria se preparaba para presentarle batalla. A regañadientes, y blasfemando por seguro contra españoles y austríacos por igual, Napoleón se vio obligado a hacer el petate y dirigirse a todo galope hacia Paris. Con todo, dejó el encargo a varios generales de someter a los reductos que, contra todo pronóstico, seguían resistiendo a base de fusil y gónadas. Por su parte, España no iba a desaprovechar esta oportunidad y, alejado Bonaparte de la Península, se organizaron rápidamente varias fuerzas militares con la finalidad de mandar a los gabachos de una patada a su país.
Camino del objetivo
Así pues, las órdenes de poner en jaque las posiciones francesas llegaron en febrero de 1809 hasta Joaquín Blake, un experimentado general de ascendencia irlandesa y corazón hispano que se encontraba al mando del recién creado 2º Ejército de Valencia y Aragón. El oficial no lo dudó y, aprovechando la marcha de una gran parte del ejército napoleónico de las tierras aragonesas, se propuso reconquistar -a base de sable y cañón- Zaragoza y sus alrededores. Para ello, contaba con un contingente de aproximadamente 8.000 infantes, 500 jinetes y una docena de piezas de artillería dispuestos a marchar sobre el invasor.
Preparada la tropa, Blake dio a conocer a los diferentes oficiales su primer objetivo en mayo: Alcañiz, un pequeño pueblo al norte de Teruel ubicado en la ribera del río Guadalope y que, hacía pocas semanas, había sido tomado por una división gabacha formada por nada menos que 7.500 infantes, 500 caballeros y dos docenas de piezas de artillería. Fusil en ristre y balas en el zurrón, los infantes hispanos iniciaron el camino hasta la villa. Sin embargo, y para asombro de todos, su llegada no fue recibida con disparos, pues los franceses habían decidido retirarse a una serie de villas cercanas ante la superioridad española y, así, esperar refuerzos del sur.
Así narraba estos primeros movimientos militares el propio General Blake en un informe escrito después de la contienda y que ha sido cedido a ABC por el Instituto de Historia y Cultura Militar: «Excemo. Sr.: -Participé a V.E. con fecha 21 del corriente la evacuación de Alcañiz por los enemigos y su retirada a Híjar, Puebla de Hijar, y Samper, En ese último pueblo dejaron un destacamento de bastante consideración. El día 21 envié a D. Casimiro Loy, teniente coronel de húsares españoles, con ochenta caballos de su regimiento y doscientos voluntarios de Valencia, para que hiciese un reconocimiento de la situación enemiga. Lo verificó atacando a los que estaban en Samper, obligándoles a abandonar sus ranchos y mochilas, retirándose a la Puebla de Hijar».
Refuerzos imperiales
Esta huida con el fusil entre las piernas fue útil para los galos, pues lograron reunirse con una división de varios miles de franceses enviada desde Zaragoza y dirigida por el joven (aunque experimentado) mariscal Louis Gabriel Suchet. El galo–de tan solo 39 años- tomó entonces el mando de todo el ejército y ordenó preparar a los soldados para marchar de nuevo sobre Alcañiz, ahora en poder de los españoles.
Por su parte, Blake no tardó en iniciar las disposiciones para la contienda al conocer el avance imperial. «Entre tanto, se unieron al enemigo las tropas que esperaba de Zaragoza, en número de tres mil y quinientos. Habiendo completado con este armamento diez mil infantes, ochocientos caballos, y doce piezas de artillería se puso en marcha para atacarnos. Con la noticia de su partida nos dispusimos para recibirles», narra el general español en su informe. La batalla estaba servida.
Despliegue español
Tras conocer las intenciones francesas, Blake preparó minuciosamente la contienda. En primer lugar, determinó que su ejército se situaría sobre una llanura cercana a Alcañiz ubicada al otro lado del río Guadalope, una decisión algo controvertida y peligrosa. «La situación de los españoles (…) era excelente para el caso de una victoria, puesto que podía perfectamente aprovecharse para lanzarse sobre el enemigo que, en terreno tan suave y desprovisto de accidentes, (no podría) reparar el descalabro. (…) Pero si los españoles eran arrollados, encontrarían a su espalda un río con solo un puente, siempre angosto en tales ocasiones; y la retirada tranquila y ordenada, cual debe procurarse en los reveses militares, sería, más que difícil, imposible», señala el ya fallecido historiador José Gómez Arteche en su obra «De la historia militar de España de 1808 a 1814».
Decidida la ubicación del campo de batalla, el General español analizó el terreno para desplegar de la forma más ventajosa a sus fuerzas. «La vega de Alcañiz (…) está rodeada de montañas, más o menos altas y a varias distancias de la posición que ocupan las tropas. A dos tiros de fusil de la ciudad se elevan unas colinas accesibles a la caballería; su continuación está solo interrumpida por el camino de la capital que las atraviesa por el centro (…). En estas colinas centrales formó el grueso de nuestro ejército», señala Blake en su manuscrito. Además, Blake apoyó a esta infantería con varias piezas de artillería a las órdenes del brigadier Martín García Loigorri, un artillero navarro experimentado conocido desde su juventud por sus buenas capacidades para el disparo.
A su vez, y en el flanco derecho, Blake dispuso encima de un cerro -conocido como el de los Pueyos– un contingente de varios miles de soldados apoyado por un único cañón. Su función estaba clara: evitar que el enemigo envolviese el centro español y bloquear, llegado el momento, el acceso al pueblo de Alcañiz. Concretamente, los soldados tomaron posiciones cerca de una vieja ermita abandonada.
«La parte de la vega que yacía a mano derecha era la más baja, de modo que formaba unas cañadas tanto más peligrosas quanto estaba más poblada de árboles (…). Para impedir al enemigo que se aprovechara de las ventajas que le ofrecía el terreno por este llano, se colocaron en la expresada ermita 2.000 hombres compuestos de los batallones de Daroca, reserva de Aragón, tiradores de Murcia, y 2º de voluntarios de Aragón, todos al mando del Mariscal de Campo Don Carlos de Areizaga», señala el general hispano en su informe.
En el flanco izquierdo del ejército español se ubicaron las tropas del coronel Menchaca, las cuales tomaron posiciones en un olivar para protegerse del fuego enemigo. Finalmente, Blake ordenó que varias unidades se situaran delante del grueso del ejército para hacer las veces de avanzadilla. «En una de las alturas que están al frente se situó la vanguardia, que la formaban (…) 300 hombres del batallón de voluntarios de Valencia, dos compañías de granaderos suizos (…) y otros cuerpos (…) a las órdenes de Pedro de Tejada. En los olivares de la izquierda se pusieron tropas ligueras con el fin de evitar que el enemigo nos emboscara disipándose por los caminos (cercanos). (…) La caballería de Ibarrola (…) formó delante de la posición, en el camino de Zaragoza», completa el oficial español.
Comienza la batalla
Con las primeras luces del alba del 23 de mayo de 1809. la «armée» gala hizo su aparición en la llanura de Alcañiz decidida a hacer valer su veteranía sobre las inexpertas tropas hispanas. Al frente de la misma se encontraba Suchet, quien se percató al instante, y con satisfacción, de que la retirada de las tropas de Blake se encontraba bloqueada por el rio Guadalope. Así pues, si sus unidades tomaban las posiciones cercanas al único puente existente, el resto de la fuerza enemiga no podría huir y sería capturada.
Por ello, Suchet ordenó que el primer ataque francés se realizara sobre el flanco derecho español (la posición de Areizaga). De esta forma, y con el primer viento de la mañana, dos columnas francesas se dirigieron, precedidas de varias unidades de tiradores, hacia los Pueyos. A su hombro y espaldas llevaban, además del fusil, decenas de victorias como soldados de Francia, pues habían combatido de norte a sur del imperio. La contienda no iba a ser fácil para los novatos (bisoños, que se diría entonces) fusileros de la Península.
Así lo dejó escrito Blake
«Nunca dudé que el enemigo atacaría por la derecha, y así fue la dirección que más reforcé (…). Le era absolutamente indispensable apoderarse de la ermita, arrollando los cuerpos que la guarecían (…). Para ejecutarlo, se presentaron los enemigos por el frente y flanco derecho del puesto que mandaba Areizaga, ocupando todas las alturas inmediatas. Luego (…) rompieron un fuego vivísimo de fusilería apoyado con el de alguna artillería; se les correspondió con la mayor actividad y viveza, tanto por nuestra infantería como por un obús».
Realizados los primeros disparos, las columnas francesas –formadas por unos mil hombres- continuaron su avance hasta hallarse a los pies del cerro de los Pueyos, lugar desde el que los fusileros españoles les lanzaban andanada tras andanada. En ese momento, ni siquiera la vista de sus compañeros caídos detuvo a los gabachos quienes, bayoneta en ristre, cargaron contra las posiciones de Areizaga.
De esta forma lo explicaba Blake:
«Todo este aparato y furia francesa fue recibido con serenidad y firmeza española, la columna desapareció en pocos minutos. Españoles bisoños vieron las espaldas de los famosos y aguerridos granaderos franceses. Animadas nuestras tropas ligeras, persiguieron a las de los enemigos que ocupaban las alturas cercanas sosteniéndose el fuego por ambas partes con igual tensión».
De esta forma, y contra todo pronóstico, la primera escaramuza se saldó con victoria de las tropas peninsulares del flanco derecho, parte de las cuales, movidas por su ímpetu, avanzaron hasta un caserío abandonado ubicado algunos metros por delante de la línea establecida en un principio.
Ataque de distracción
Después de aquella pequeña victoria, Blake ordenó que las tropas ubicadas en el olivar del flanco izquierdo salieran de su refugio y reforzaran, bayoneta y sable en mano, el ala derecha española. Al parecer, mediante este movimiento, el general de ascendencia irlandesa pretendía obligar a Suchet a concentrar sus fuerzas en un nuevo enemigo y relajar la presión sobre las tropas de Areizaga, las cuales habían quedado divididas en varios grupos que necesitaban tiempo para formar de nuevo la línea defensiva inicial. Así pues, y tras recibir las ordenanzas oportunas, Menchaca e Ibarrola dispusieron precipitadamente la infantería y la caballería a sus órdenes para abalanzarse heroicamente, y con el único objetivo de ayudar a sus compañeros, sobre fuerzas muy superiores en número.
Sin embargo, este sencillo movimiento de tropas pronto se convirtió en un desastre cuando la caballería de Ibarrola recibió una descarga de fusilería que acabó con una buena parte de sus efectivos y la infantería de Menchaca se vio obligada a retrasar su posición.
Blake lo narró así:
«El enemigo (…) atacó a la tropa de Menchaca. Esta columna, que no se adelantó con otro objetivo que el de hacer una diversión, tuvo sobre sí en un momento fuerzas muy superiores; su posición era poco conveniente para resistirlas; y así después de haber aguantado mucho más de lo que podía esperarse se retiró».
Este inesperado triunfo volvió a insuflar valor en los soldados de Suchet quienes, con la orden de «en avant» resonando en sus oídos, se dirigieron de nuevo, y en formación, hacia el cerro de los Pueyos. No obstante, la estrategia de Blake había surtido su efecto y, ya reorganizados, los hombres del flanco derecho hicieron blanco sobre los galos provocando decenas de bajas. «El ataque fue escarmentado tan pronto y tan ejecutivamente como el primero por los aragoneses, cuya algazara triunfal se escuchaba por todo el campo de batalla. Había fracasado el plan de envolver la línea española», destaca, en este caso, Arteche.
Asalto final
Esta nueva victoria aumentó más, si cabe, la moral de los españoles. No obstante, frente a Blake se encontraba el mariscal Suchet, un genio militar que no toleraba la derrota y que no se limitó a marcharse humillado, sino que arengó a sus hombres y los dispuso para un último ataque sobre el centro de la línea española. Si lograba arrollar a los infantes ubicados en esa posición, los flancos del ejército terminarían cayendo ante el ímpetu del águila imperial.
«(Suchet) avanzó entonces con la fuerza que (…) había permanecido hasta entonces a retaguardia, la mayor y más sólida parte de las de su mando, y con ella formó (…) una gran columna con la que esperaba romper el centro de la línea que tenía a su frente. (…) Componían aquella columna (…) más de 2.000 infantes a cuya cabeza se puso el general Fabre. Y mientras los demás cuerpos franceses amenazaban (…) nuestros flancos, de donde partía un fuego sumamente vivo sobre la columna central (…) Fabre se encaminó (…) hacia el centro y eje de la línea de batalla», añade el historiador español.
El temor congeló entonces los corazones de los españoles. Y es que, si la columna conseguía llegar al combate contra el centro de la línea hispana, poco podrían hacer los bisoños soldados de Blake ante los veteranos hombres de Suchet. Por ello, la llanura quedó copada durante minutos por las voces de los oficiales de nuestro país que, a gritos y con desesperación, ordenaron a sus soldados disparar el mayor número de balas posibles sobre aquel letal contingente.
Loigorri
Minutos después, la situación era dantesca para los españoles ya que, con su fuego, no habían conseguido poner en huida a las tropas de Suchet. Estas, por su parte, ya habían elegido un objetivo al que atacar de entre todo el centro hispano: las baterías de Loigorri. Sin embargo, y en lugar de perder los nervios, el oficial navarro cargó los cañones con metralla y ordenó a los artilleros no abrir fuego hasta que los franceses estuviesen lo más cerca posible de las piezas de artillería.
Hubo que esperar hasta que los franceses se encontraron al alcance de la mano para que Loigorri desgarra el aire con su orden: «¡Fuego!». Un instante después, las baterías españolas dejaron caer sobre la cabeza de la columna gabacha cientos de balas metálicas que hicieron caer al suelo a varias filas de soldados galos. «Cuando el enemigo tocaba la batería española y se proponía por otro lado envolverla, siguiendo parte de la fuerza el camino del puente, y ya los hurras de los soldados (franceses) anunciaban el triunfo, (…) nuestros artilleros redoblaron el fuego y rompieron la cabeza de la columna», afirma en su obra Arteche.
Al parecer, este ataque final de la artillería comandada por Loigorri fue demasiado para las agotadas tropas de Napoleón, las cuales, con terror, se dieron la vuelta e iniciaron una retirada a toda prisa bajo los gritos de triunfo de las tropas peninsulares. Finalmente, y a pesar de los diferentes ataques sufridos, la batalla la había ganado un valiente artillero dispuesto a dejarse las gónadas por España
Un día para recordar
En las horas posteriores, Suchet formó con los restos de su ejército al otro lado del campo de batalla y se marchó con todo su azul, blanco y rojo entre las piernas. Tras de sí, dejó nada menos que 500 de sus soldados muertos y 1.000 más heridos. Por su parte, el general español prefirió no perseguir a su enemigo y ordenó hacer un recuento de caídos, el cual dio un resultado de 300 bajas entre heridos y fallecidos.
Una vez asegurada la zona, y tras la celebración de la victoria, todos los elogios fueron pocos para Loigorri, a quien se refiere el propio general en jefe en el final de su informe: «El influjo especial que tuvo la Artillería en la humillación de los enemigos me obliga a recordar a su comandante, el brigadier D. Martín García Loigorri, a quien cupo en suerte la gloria de dirigir los prodigiosos esfuerzos de este ilustre Cuerpo (…) Seguramente que si los oficiales que la servían no hubiesen conservado la increíble serenidad y valor para esperar al enemigo haciendo fuego a metralla hasta que casi tocaba la boca de los cañones, quizás hubieran logrado romper la línea».
Fuente ABC