Helépolis, la descomunal torre de asedio cuyos restos sirvieron para construir el Coloso de Rodas

 

Medía aproximadamente 45 metros de altura por 18 de ancho, pesando 160 toneladas y desplazándose sobre 8 ruedas de 3 metros y medio de diámetro con llantas forradas de hierro y que podían girar para cambiar de dirección

 

A la muerte de Alejandro Magno, sus fabulosos dominios se repartieron entre los generales del ejército, entre los que hubo sus más y sus menos por conseguir la mayor porción del pastel. Al final, el ganador en ese reparto -con permiso de Ptolomeo, que se quedó con el rico Egipto- fue Antígono I Monóftalmos, que ya había servido antes a Filipo II y tras vencer uno por uno a sus rivales logró ser el diádoco de Macedonia, haciéndose con la mayor parte del imperio y con el tesoro real. A Antígono, que murió en batalla contra los demás diádocos, le sucedió su hijo Demetrio, que ha pasado a la Historia por el sobrenombre de Poliorcetes, es decir, el Asediador de ciudades. La razón para el mote es obvia pero resulta paradójico que se estrellara contra las defensas de la más importante, Rodas, donde hay que resaltar una curiosa anécdota que tuvo repercusión en la ingeniería militar de los siglos siguientes y en el arte.

Acorde a los tiempos que le tocaron vivir, Demetrio aprendió el oficio de las armas desde niño, acompañando a su padre en la campaña contra Eumenes de Cardia durante la citada Guerra de los diádocos y recibiendo por primera vez un mando a la edad de veintidós años para defender Siria ante el ataque de Ptolomeo (por cierto, con derrota estrepitosa en la batalla de Gaza, en la que perdió medio millar de hombres más otros ocho mil que quedaron prisioneros y se quedó sin elefantes de guerra). No obstante, desde aquella bisoñez fue progresando hasta convertirse en el mejor militar de su padre, lo que no impidió que poco a poco fueran viendo mermado su imperio y terminaran apenas con un tercio del original.

Tetradracma con la imagen de Demetrio poliorcetes/Foto: Mdiamante en Wikimedia Commons

El estado de guerra era continuo y una vez zanjadas las rivalidades con Ptolomeo y Seleuco (quien se apropió de las satrapías orientales), la atención quedó centrada en Atenas, contra la que Demetrio envió una poderosa flota liberándola de la dictadura de Casandro, ganándose la adoración de los atenienses. Esa misma flota le permitió destruir a la egipcia en Salamina y se cree que la famosa Victoria de Samotracia conmemoraba dicho triunfo. En consecuencia, Chipre cayó en sus manos y Demetrio fue asociado al trono por su padre, gobernando juntos.

En el año 305 a.C. se produjeron los hechos que verdaderamente nos ocupan en este artículo. Al igual que los chipriotas, Rodas era aliada de Egipto y sus naves controlaban las rutas comerciales en el Egeo, por lo que Demetrio encabezó una expedición de castigo, iniciando uno de los asedios más famosos de la Antigüedad: doscientos barcos de guerra, ciento cincuenta auxiliares, treinta mil soldados y un millar de mercantes a la espera del final de la contienda para hacer negocio… Pero la cosa no iba a ser fácil porque los rodios contaban con fuertes defensas y su poderosa armada les permitía romper continuamente el bloqueo.

Modelo 3D y sección de Heléopolis/Imagen: Evan Mason en Wikimedia Commons

Los griegos tuvieron que construir un puerto para operar lo más cerca posible, además de poner sitio también por tierra erigiendo un campamento desde el que sus tropas arrasaron la isla para que la ciudad no tuviera víveres. Poco más podía hacer porque los intentos de asalto frontal fracasaron y aunque se logró abrir brecha en las murallas alguna vez, resultó imposible aprovecharla. Y eso que Demetrio hizo un alarde de imaginación, ordenando a sus ingenieros la fabricación de una variada maquinaria de guerra (de ahí que al estudio de los asedios se lo conozca hoy como poliorcética), si bien a menudo contrarrestada por otra similar del bando defensor.

Es el caso de las minas con las que se trató de demoler los muros desde los cimientos, de un gigantesco ariete de cincuenta y cinco metros de longitud para cuyo manejo eran necesarios mil hombres y, sobre todo, de una colosal torre de asedio que recibió el nombre de Helépolis, la Conquistadora de ciudades. Este tipo de arma, denominado genéricamente bastida, no era nuevo; se empleó durante toda la Antigüedad (y seguiría en la Edad Media hasta que la aparición de la artillería la hizo innecesaria) como una forma de situar tropas en las almenas, salvando su altura y a cubierto de las flechas enemigas. Pero Helépolis era especial debido a sus descomunales dimensiones.

Otra reconstrucción de la torre/Imagen: Hellenica World

Según cuenta el historiador griego Diodoro de Sicilia en su obra Biblioteca histórica(siglo I a.C), se basaba en un diseño que hizo Epimaco de Atenas durante el sitio de Salamina ese mismo año: una plataforma de base cuadrada y nueve pisos por los que se distribuían armas arrojadizas como catapultas pesadas (para lanzar piedras), medias (para lanzar azagayas) y ligeras (para cantos pequeños), en sucesión ascendente de más a menos calibre. Se movía lentamente mediante cuatro ruedas, accionadas merced a un cabrestante que requería la fuerza de dos centenares de hombres. Sin embargo, Demetrio exigió a Epimaco que construyera una más grande aún.

Haciendo caso a las descripciones dejadas por otros autores más como Diéclides de Abdera, Ateneo el Mecánico, Vitruvio o Plutarco, Helépolis mediría aproximadamente cuarenta y cinco metros de altura por dieciocho de ancho, pesando ciento sesenta toneladas y desplazándose sobre ocho ruedas de tres metros y medio de diámetro con llantas forradas de hierro y que podían girar para cambiar de dirección. La empujaban mil hombres desde dentro pero apoyados por fuera -mediante el sistema descrito antes- por otros tres mil cuatrocientos, previo desbroce del camino.

El doble sistema de impulsión de Helépolis/Imagen: Qué Llegamos

El interior se dividía en nueve pisos decrecientes en tamaño según se ascendía y comunicados cada uno por dos tramos escaleras (uno de subida y otro de bajada), mientras que exteriormente la estructura de madera estaba protegida de las flechas incendiarias por una cobertura de placas de hierro en tres de los lados; en el frontal, dotado de troneras con postigos abatibles para poder disparar y por tanto más expuesto, la protección era un almohadillado de pieles contra los proyectiles de los litóbalos enemigos. Y es que Helépolis no estaba pensada para subir tropas a las murallas sino para albergar catapultas, oxibeles y balistas. A los costados se le añadieron galápagos de refuerzo con arietes y galerías cubiertas para los zapadores.

Estas características y números (ligeramente variables según cada cronista) le conferían el ser, probablemente, la mayor máquina de asedio jamás construida. Curiosamente, la intención inicial de Demetrio era hacer dos y colocarlas a caballo entre cuatro barcos, aunque la complejidad de esa operación y el mal tiempo le hizo desistir, centrándose en el ataque por tierra. En ese sentido, Helépolis logró echar abajo un torreón aunque, como vimos antes, los rodios pudieron rechazar el asalto subsiguiente.

Una ballista en el interior de Helépolis/Imagen: The Deadliest Blogger

A pesar de su temible aspecto, aquel impresionante ingenio no era tan poderoso como parecía. En lo sucesivo, los defensores impidieron que se acercara lo suficiente inundando el terreno circundante y luego, en una incursión, le provocaron desperfectos al desprenderle varias placas férreas con el objetivo de incendiarlo; Demetrio tuvo que ordenar su retirada para repararla. Toda una metáfora de aquella campaña, que terminó en fracaso, con Rodas resistiendo un año pese a las bajas recibidas (cinco mil cuatrocientos muertos de un ejército de poco más de once mil efectivos frente a las mil trescientas griegas) y terminando todo, ante la llegada de una flota egipcia de socorro, firmándose un tratado de paz.

Aún falta el epílogo, igual de interesante. Cuando los sitiadores se marcharon, Helépolis quedó abandonada frente a la ciudad. En el 292 a.C. los rodios, vendieron todo el material dejado allí por el enemigo y, siguiendo el deseo del propio Demetrio (o, al menos, eso dice la leyenda) utilizaron el dinero obtenido -trescientos talentos, aunque los costes se dispararían- para pagarle al escultor Cares de Lindos la erección de una gran estatua en honor del dios Helios. Las placas metálicas de la torre, debidamente fundidas, formaron parte del metal empleado para hacer la estructura interna. Esa estatua, que se perdió por un terremoto sesenta y seis años más tarde, sería una de las siete maravillas del mundo: el Coloso de Rodas.

Fuentes: Ancient siege warfare (Paul Bentley Kern)/Ancient engineers’ inventions. Precursors of the present (Cesare Rossi y Flavio Russo)/50 cosas que hay que saber sobre guerra (Robin Cross)/Corazón de Ulises (Javier Reverte)/Wikipedia/LBV