Periódicos republicanos, monárquicos, progresistas y conservadores ensalzaron la figura del héroe de la batalla de Bailén y artífice de la primera derrota de Napoleón el día de su muerte, en 1852
Decían los periódicos españoles de mediados del siglo XIX que el general Francisco Javier Castaños llegó al final de su larga vida abrumado por todas las condecoraciones que había recibido, incluso «agobiado», pero sin un gesto de altivez, superioridad u orgullo. Un día después de su muerte —acaecida el 24 de septiembre de 1852 a los 94 años— no hubo diario español que no dedicara la práctica totalidad de sus páginas a elogiar la figura de este héroe de la batalla de Bailén. Todas las cabeceras encumbraron al artífice de la primera derrota de Napoleón en campo abierto, al militar que había servido al Ejército español durante ocho décadas alcanzando todos los honores, pero que dejaba este mundo muy lejos de los lujos y las riquezas habituales en la gente de su estatus.
Lo reconocía el mismo general Castaños en su testamento, aireado por los diarios cuando la enfermedad ya le tenía acorralado: «Muero pobre —escribía—, pero, aunque fuese rico, preferiría no gastar en suntuosos catafalcos y grandes músicas, sino en sufragios y limosnas a las familias necesitadas». Algo que apuntaba también el diario «La Época»: «El duque de Bailén tiene hechas todas sus disposiciones testamentarias, bien fáciles de arreglar, pues todo el caudal con el que cuenta en metálico el primer capitán general de España no pasaba hace dos días de cuarenta y siete duros».
Sin querer dar demasiadas explicaciones sobre sus penurias económicas, «La Gaceta» se atrevía a apuntar algún dato más al respecto. ¿Cómo había podido un general de su rango acabar arruinado? «Dos grandes sentimientos han llenado la vida de Castaños —explicaba este diario—. El amor a sus reyes y a su país, y la práctica de la beneficencia. Al primero consagró su sangre y al segundo todos los bienes de su tierra. El más antiguo, el más ilustre de nuestros generales, ha muerto pobre. Pero esa pobreza es su mejor aureola, porque no es efecto del lujo ni del vicio, sino que procede única y exclusivamente de su ardiente y sublime caridad. Todos los necesitados y menesterosos eran sus hijos [en la vida real no los tuvo], y entre ellos repartía con generosa mano su sueldo de capitán general, su única fortuna. Así, más de cien familias dirigían hoy votos al cielo para que prolongase su existencia, y así lloran inconsolables tan dolorosa pérdida».
El testamento
Por encima de las cuestiones económicas, en la prensa primaron los elogios hacia el ilustre militar que alcanzó la gloria en la Guerra de Independencia española. Así lo hacía notar «El Católico»: «Esta muerte, aunque era ya de temer atendida su avanzada edad, no ha podido menos que afectar a todos. Así es que todos nuestros colegas apenas se ocupan hoy de otra cosa y hasta la “Nación” y “España” han salido de luto».
Contaban los diarios como el pequeño Castaños, nacido en Madrid el 22 de abril de 1758, había recibido el grado de capitán de infantería de la mano del Rey Carlos III con tan solo 10 años. También su paso por el Seminario de Nobles y la Academia de Barcelona, antes de ser destinado después al Regimiento «Saboya» y comenzar oficialmente su larga carrera militar a los 16. «Asistió al bloqueo y sitio de Gibraltar y a la toma de la isla de Menorca, ocupada por los ingleses, en cuyas operaciones demostró el valor y la pericia que más tarde le elevaron al primer rango en la milicia», contaba un periódico tan monárquico y liberal como «La España», que añadía: «El estampido del cañón, resonando tristemente cada media hora, ha anunciado ayer a los habitantes de la capital una calamidad nacional: la muerte del más ilustre de sus hijos […] El pueblo madrileño, sin distinción de partidos, edades y sexos, amaba al venerable guerrero con ese cariño respetuoso que inspira toda reputación que se ha conservado pura de todo contacto sospechoso en la dilatada serie de nuestras disputas políticas».
Castaños, frente a Napoleón
Medio siglo antes, Napoleón se había empeñado en dominar Europa y derrotar al gran enemigo de su Imperio, Gran Bretaña, sin saber que por el camino se encontraría con un héroe como el general Castaños. El artífice de la Revolución francesa había conseguido firmar con Manuel Godoy, primer ministro español y valido de Carlos IV, el Tratado de Fontainebleau en 1807. Con él obtuvo el permiso del Rey para atravesar España con más de 100.000 soldados y el objetivo de, supuestamente, invadir Portugal. Pero la trampa estaba hecha, porque a su paso fue conquistando casi todas las ciudades hasta llegar a Madrid.
Se iniciaron las famosas revueltas del pueblo español con la convicción de echar al invasor, aunque les fuera la vida en ello. España llamó a filas a sus ciudadanos y consiguieron reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate. Así estaban las cosas cuando el general Castaños, seguido de sus tropas, y el general Dupont, al frente del Ejército de Napoleón, se encontraron en Bailén el 19 de julio de 1808.
La localidad jienense se había convertido en un paso obligado de los franceses para controlar el levantamiento de Andalucía, pero las cosas no salieron como esperaban. Con Castaños al mando, aquella batalla, unas de las más importantes de la historia moderna de Europa, significó la primera derrota del poderoso Ejército francés y el principio del fin del Imperio Napoleónico. Más de 20.000 soldados invasores se rindieron, dando paso al mito que toda la prensa de 1852 halagaría, a pesar de las incursiones posteriores de este en política al lado de Fernando VII, como Capitán General de Cataluña, presidente del Consejo de Estado y tutor regente de Isabel II en su minoría de edad.
Por encima de fobias y filias
«Iba a entrar Castaños en Madrid, abandonada ya por el rey intruso tras la batalla de Bailén, cuando algunos de sus generales le indicaron que no debían presentarse en la Corte los soldados que no tenían uniforme. “Qué entren todos, que sin uniforme han vencido”, contestó Castaños. Dichos menos oportunos y menos significativos han dado celebridad a muchos generales», recordaba «El Heraldo», un periódico conservador y contrario al partido progresista.
En el caso del duque de Bailén, las diferentes líneas editoriales pesaron poco a la hora de ensalzar su figura. Ahí estaba «La Nación», «El Observador», el «Diario de Cataluña» y hasta «Boletín de medicina, cirugía y farmacia». La «Ilustración», por ejemplo, le dedicaba a este militar monárquico y absolutista la portada y varias páginas, a pesar de ser un periódico con claros tintes republicanos y fundado por un conspirador de la Reina Isabel II: «A Castaños en Bailén, como a otros héroes en tantas batallas memorables, debe alcanzarle más gloria por la forma en que combatió», subrayaba.
Un siglo después, como señaló ABC en el centenario de su muerte, las cláusulas que dispuso en su testamento el general, impropias de alguien de su estatus, todavía conmovían a los lectores de este diario, de la misma forma que lo hicieron a los lectores de la «Gaceta de Madrid» en 1952: «Dispongo que se me amortaje con el uniforme más viejo que tengo, el que solía llevar al Consejo. Pasadas veinticuatro horas, mi cadáver será conducido al campo santo, el de San Nicolás, y colocado en el suelo, y no en un nicho, por donde transiten las gentes. Que lleve solo una losa de mármol, lisa, sin más inscripción que mi nombre, edad y el día de mi fallecimiento». La Reina Isabel II no accedió y ordenó que se celebrara un funeral de Estado y que fuera enterrado en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid, donde permaneció hasta 1963.
Fuente ABC