En el año 70 d.C., el emperador Vespasiano encargó a su hijo Tito sofocar la violenta revuelta que desde hacía cuatro años sacudía Judea. Tras un duro asedio, Tito logró conquistar Jerusalén y destruyó y saqueó el Templo
En las primeras semanas del año 70 d.C. empezaron a llegar a Alejandría embajadores de todo el mundo mediterráneo, enviados por los gobernadores de las provincias del Imperio y Estados aliados; hasta el rey de los partos se desplazó en persona a la capital egipcia. Todos acudían con un único propósito: felicitar a Vespasiano, el general al que las legiones de Roma acababan de proclamar nuevo emperador.
Vespasiano había llegado al Próximo Oriente cuatro años antes. Nerón, antes de sucumbir a una conspiración contra su tiránico régimen, lo había nombrado gobernador de Judea con una misión muy precisa: acabar con la rebelión de los judíos contra Roma. Su antecesor en esa tarea, el legado de Siria, Cestio Galo, había fracasado estrepitosamente, de manera que Vespasiano se mostró prudente y no quiso atacar de inmediato Jerusalén, la capital de Judea y baluarte de la resistencia. Pero ahora, antes de partir hacia Roma para tomar posesión de su nueva dignidad, el recién nombrado emperador quiso dejar encaminado el problema y encargó a su hijo primogénito, Tito Vespasiano, la conquista de la ciudad sagrada de los hebreos.
El primer asalto
Tito quedó al mando de cuatro legiones: la V Macedónica, la X Fretensis, la XV Apollinaris y la XII Fulminata; en total, unos 60.000 hombres entre legionarios, jinetes, tropas auxiliares, ingenieros e innumerable personal. Una fuerza colosal, a la altura de lo que también era un descomunal desafío. Jerusalén, en efecto, parecía una ciudad inexpugnable. Estaba fortificada con tres murallas y albergaba, además del recinto del Templo, dos tremendas fortalezas: el antiguo palacio de Herodes el Grande, con tres torres imponentes, y la fortaleza Antonia, en el ángulo noroccidental del Templo, con cuatro torres muy potentes.
Dentro de la ciudad había dos murallas: una separaba la Ciudad Nueva de la antigua, situada al lado del Templo; la otra cortaba el paso desde este barrio a la Ciudad Alta. Y, finalmente, había un cuarto muro entre la ciudad alta y la baja. La tercera muralla defendía la zona septentrional de Jerusalén, la más llana y propicia a un ataque. Los lados occidental, sur y oriental eran prácticamente imposibles de franquear, pues el desnivel entre los muros y los valles circundantes era muy pronunciado.
Además, en la ciudad se habían hecho fuertes varios grupos de zelotes, una corriente de judíos exaltados que propugnaban desde hacía décadas la rebelión contra el poder romano. Juan de Giscala, Simón bar Giora y Eleazar ben Simón se repartían el dominio de Jerusalén, en medio de recelos mutuos que desembocaron en una auténtica guerra civil, de la que sería víctima uno de ellos, el sumo sacerdote Eleazar. En su furia sectaria cometieron graves errores, como por ejemplo destruir los depósitos de grano, que según algunos hubieran permitido a Jerusalén resistir durante años un asedio. Pero a la llegada de Tito todos estaban dispuestos a luchar hasta la muerte, y frenaron todos los intentos de los judíos más moderados y pacíficos de llegar a un acuerdo con los romanos.
El sitio de Jerusalén duró cinco meses, de marzo a septiembre del año 70, y conocemos su desarrollo gracias a Flavio Josefo, un judío al servicio de Tito que lo relató detalladamente en su libro La guerra de los judíos. Tito inició el ataque por el norte. Sus tropas desplegaron la impresionante maquinaria de asedio romana: balistas y otros ingenios castigaban a los defensores con un bombardeo de piedras y jabalinas, mientras la infantería trataba de perforar las murallas mediante arietes, vigas de madera montadas sobre plataformas o en torres móviles. Para realizar esta operación era necesario nivelar el terreno, por lo que los soldados construyeron terraplenes de madera con tierra encima. La madera se obtuvo de los bosques próximos, que quedaron totalmente talados en un radio de 20 a 25 kilómetros. Al ver que los romanos estrechaban cada vez más el cerco, los judíos respondieron arrojando antorchas encendidas contra las máquinas de guerra romanas. En una ocasión, incluso, hicieron una salida en masa para incendiar el material bélico romano, pero fueron rechazados por tropas de élite de Alejandría y por la bravura personal de Tito, que arremetió contra los judíos al frente de su caballería y mató él mismo a doce de ellos, según relata Flavio Josefo.
Las máquinas de asalto abrieron un boquete en la tercera muralla, la más exterior, y los romanos penetraron en la Ciudad Nueva. Ocupada la zona, los romanos pudieron preparar el asalto a la Ciudad Vieja, la fortaleza Antonia y el Templo. Ante la feroz resistencia de los sitiados, cuenta Josefo que Tito permitía a sus soldados crucificar cada día a quinientos prisioneros judíos frente a las murallas para intimidar a los que resistían: «Eran tantas sus víctimas que no tenían espacio suficiente para poner sus cruces ni cruces para clavar sus cuerpos».
Caen las murallas
El siguiente objetivo de los romanos fue la segunda muralla, que no tardó en desplomarse. Luego pusieron sitio a la fortaleza Antonia. Tito ordenó construir cuatro nuevos montículos o plataformas para asentar los arietes y otros artilugios y lanzar el asalto. Pero Juan de Giscala había hecho excavar túneles desde la fortaleza hasta el lugar donde estaban los terraplenes; dentro puso madera untada de pez y betún y ordenó prenderle fuego. El resultado fue que el suelo bajo los terraplenes se hundió, sumiendo en la confusión a los romanos. Unos días después, un comando de judíos penetró entre las tropas romanas y, pese a ser atacado con flechas y espadas por todas partes, logró incendiar las armas de asalto enemigas. «En esta guerra no se han visto hombres más audaces y más terribles que éstos», escribe Josefo.
Tito levantó entonces un muro de circunvalación en torno a la muralla de la ciudad, a fin de que nadie de entre los sitiados pudiera salir de noche en busca de alimentos. El bloqueo se hizo sentir pronto y la cruda realidad de la hambruna se adueñó de Jerusalén. Josefo, que entró en la ciudad como embajador del general romano, testimonia los devastadores efectos de esta estrategia: «Los tejados estaban llenos de mujeres y de niños deshechos, y las calles de ancianos muertos. Los niños y los jóvenes vagaban hinchados, como fantasmas, por las plazas y se desplomaban allí donde el dolor se apoderaba de ellos […] Un profundo silencio y una noche llena de muerte se extendió por la ciudad». A ello se sumaba el régimen de terror impuesto por los jefes de la rebelión, que ordenaban asesinar a quienes intentaban huir u ocultar algún alimento. Josefo cuenta el caso de una mujer que mató, asó y devoró a su propio hijo y ofreció a los jefes de la rebelión los restos para que participaran en el macabro banquete.
Finalmente, los arietes romanos lograron derrumbar un muro de la fortaleza Antonia. Aunque Juan de Giscala había erigido un murete interior, éste también fue tomado y los defensores no tuvieron otra salida que huir al Templo adyacente. Éste constituía en sí mismo una tremenda fortaleza y los romanos tuvieron que organizar un nuevo sitio. En esta ocasión, los arietes no bastaron, y los legionarios hubieron de emplear escaleras de asalto para superar la muralla exterior del templo y entrar en el llamado patio de los Gentiles. Juan de Giscala y Simón bar Giora se refugiaron en el recinto interior, desde donde rechazaron las ofertas de rendición de Tito.
La batalla del Templo
El gran atrio del Templo estaba rodeado por un suntuoso pórtico que pronto se convirtió en escenario de los combates. En una ocasión los judíos tendieron una trampa a sus enemigos. Se retiraron a una de las estoas porticadas, y cuando los romanos la asaltaron y ascendieron hasta los tejados prendieron fuego a maderos que previamente habían acumulado allí. Murieron muchos asaltantes, bien por el fuego o arrojándose al patio, donde fueron rematados. Instados por Tito, los legionarios prosiguieron la lucha con redoblada ferocidad. Eran muchos los que exigían al general que destruyera totalmente el Templo, a lo que Tito se resistía, según cuenta Josefo. El mismo autor afirma que fue un soldado quien, sin orden expresa, lanzó por su cuenta una tea contra esta zona interior del templo, de forma que el fuego prendió rápidamente. Tito corrió a impedirlo, pero los soldados no le hicieron caso y arrojaron más teas. Pronto toda la zona santa del Templo fue pasto de las llamas.
La batalla cuerpo a cuerpo continuó en la Ciudad Baja, que también fue saqueada e incendidada. Los archivos, la cámara del Sanedrín y todas las casas y mansiones que se habían salvado hasta entonces quedaron ahora arrasados. La represión de los legionarios romanos fue feroz. Josefo lo expresa con una imagen impactante: «Degollaron a todos aquellos con los que se toparon, taponaron con sus cadáveres las estrechas calles e inundaron de sangre toda la ciudad, de modo que muchos incendios fueron también apagadados por esta carnicería».
Pero las operaciones no terminaron aquí: quedaba aún la parte alta de la ciudad, separada por una muralla, donde se habían hecho fuertes Simón bar Giora y sus partidarios. El antiguo palacio de Herodes, protegido por sus tres tremendas torres, seguía alzándose imponente ante las legiones de Tito. Los romanos construyeron nuevas plataformas para situar los arietes, que reanudaron su tarea. La muralla de la Ciudad Alta se derrumbó por varios sitios y los romanos penetraron por las estrechas callejuelas sin encontrar casi oposición. A estas alturas, el cansancio, el hambre y el desaliento habían minado los ánimos de los sitiados, que se rindieron a los pocos días. Simón bar Giora escapó por unos pasadizos subterráneos, para reaparecer más tarde vestido de blanco y púrpura, enloquecido por el hambre y la sed. Fue capturado y murió ejecutado en Roma.
Esclavizados y desterrados
Judea quedó casi arrasada. Aunque las cifras de muertos o desaparecidos que da Josefo sean exageradas, quizás hubo unos 250.000 damnificados en un país que no debía de llegar al millón de habitantes. La inmensa mayoría fueron vendidos como esclavos; unos pocos se destinaron a combates de gladiadores; otros, a las minas de Egipto, y los menos volvieron a su vida normal en un territorio arruinado. En verdad, como sostenía el propio Josefo, el dios de los judíos se había puesto del lado Roma.
Tito ordenó destruir por completo el Templo y las demás construcciones herodianas; sólo dejó en pie las tres torres del palacio de Herodes como testimonio de «la fortuna del conquistador», escribe Josefo. El templo de David y Salomón ya había sido destruido por los asirios en el año 586 a.C., para ser reconstruido poco después y ampliado según el grandioso plan de Herodes. Pero esta vez no habría nadie para reconstruirlo. Los judíos quedaron desamparados, expulsados de su ciudad sagrada, sin sacerdotes que dirigieran su culto. A partir de entonces se refugiarían en el cumplimiento de la Ley, la oración, las reuniones de la sinagoga y el trabajo silencioso, bajo la guía de los rabinos. Hasta que una última rebelión en su patria, bajo el gobierno del emperador Adriano (131-135), los lanzaría a un largo exilio: la diáspora.