La suma de inseguridad, puritanismo, perfeccionismo y sentimiento de culpa derivado de su fuerte religiosidad terminó por dar lugar a un exacerbado erotismo en el área privada
Lejos del mito del hombre apático en los asuntos sexuales, que más bien corresponde con el Felipe II de sus últimos años, lo cierto es que la vida sexual del Rey fue todo menos aburrida. Cada una de sus cuatro mujeres venían de un país diferente –Portugal, Inglaterra, Francia y Austria–, cada una era muy distinta a la anterior y todas ellas estaban emparentadas con el Monarca en un mayor o menor grado, siendo Isabel de Valois la que menos. Pero la que no tenía ningún absolutamente ningún parentesco fue la mujer de su vida, la misteriosa Isabel de Osorio, una amante con la que habría tenido incluso un hijo secreto según la rumorología de la época.
Un deslenguado embajador veneciano, Federico Badoaro, se atrevió a comparar la afición de Felipe por las mujeres con la de escribir cartas. Haciendo un repaso de sus aventuras amorosas, el veneciano sentenció que «es incontinente con las mujeres» como lo es con los despachos, salvo porque en el segundo caso nunca tuvo la menor duda en reconocer lo mucho que le complacía una tarde firmando cartas. Todo lo contrario que en el caso de su adicción por las mujeres, donde la personalidad obsesiva y puritana de Felipe II veló para que este aspecto se mantuviera en secreto.
La suma de inseguridad, puritanismo, perfeccionismo y sentimiento de culpa derivado de su fuerte religiosidad terminó por dar lugar a un exacerbado erotismo en el área privada, como así sostiene el médico psiquiatra Francisco Alonso-Fernández en su libro «Historia personal de los Austrias españoles»; mientras que en público el Rey se presentaba como un estricto guardián de la compostura. El mismo hombre que coleccionaba pinturas eróticas de Tiziano en secreto reclamaba luego que las mujeres y los hombres no realizaran las comidas juntos, prohibía llevar máscaras en carnaval y era inflexible en que las parejas de danza no tuvieran ningún contacto físico, para lo cual las damas debían valerse de un pañuelo en su mano.
El primer matrimonio: el segundo amor
El primer responsable de inocular esta doble moral en Felipe II fue su padre. Desde su figura de padre ausente, Carlos I reprendió a su mujer Isabel para que el joven no acabara como el príncipe Juan de Trastámara, el hijo de los Reyes Católicos que había muerto por exceso de amor, es decir, por su desenfreno sexual. Esto se tradujo en que, tras la muerte de la Emperatriz, Carlos ordenó que su hijo y sus hijas fueran educados por separado para proteger su pureza sexual. A pesar del volumen de trabajo que el Emperador tenía encima, sus cartas siempre reservaban un hueco a organizar que sus hijas cambiasen de residencia si veía posible que el príncipe las visitara. El colmo fue cuando les prohibió de forma explícita asistir a la boda de Felipe II con María Manuela, la hija de la hermana de Carlos y del hermano de Isabel. Ya prevista la boda con aquella prima hermana por partida doble, el Emperador intensificó la cantinela sobre los peligros del sexo:
«La relación sexual para un joven suele ser dañosa, así para el crecer del cuerpo como para darle fuerzas, muchas veces pone tanta flaqueza que estorba a hacer hijos y quita la vida como lo hizo al príncipe Don Juan, por donde viene a heredar estos reinos»
Carlos asignó a Juan de Zuñiga la misión de proteger la pureza de su hijo, incluso una vez casado con la portuguesa. María Manuela, descrita por las crónicas como una adolescente tímida y risueña, «más gorda que flaca», era de la misma edad que Felipe y la favorita del príncipe dentro de la larga lista de candidatas que su padre había barajado. La boda por poderes se celebró el 12 de mayo de 1543 en el Palacio de Almeirim, lugar habitual de vacaciones de los reyes portugueses. Así las cosas, Zuñiga retrasó al máximo el encuentro entre los novios, que no tuvo lugar hasta pasado el verano de 1543. Cada día que se evitara el sexo entre los dos jóvenes era –debieron pensar– salud ganada para el príncipe.
A golpe de festejos, banquetes y más personajes que se unieron a la comitiva, María Manuela llegó a Salamanca en octubre de 1543. El día de la boda, Felipe acudió a la ceremonia «vestido todo de raso blanco, que parecía palomo blanco». Durante varias horas, la pareja cenó y bailó en un ambiente privado; luego, a las cuatro de la madrugada, el Arzobispo de Toledo les casó y dio permiso a los dos primos hermanos para que se retirasen al aposento de la princesa. Pasadas dos horas y media de «luna de miel», Juan de Zúñiga, apareció como un resorte en los aposentos para llevarse al príncipe a otra habitación: ¡Se había terminado el tiempo! En los sucesivos días no faltaron saraos, corridas de reses bravas y toda clase de festejos populares, cuya organización corrió a cargo del Gran Duque de Alba, el maestro de ceremonia de la boda.
Luego de una semana en Salamanca, el Emperador dispuso que los recién casados se trasladaran a Valladolid a ocupar aposentos separados. Los príncipes se dirigieron de camino a Tordesillas a besar la mano de la abuela de ambos, la Reina Juana «La Loca». La melancólica reina se alegró de ver y abrazar a sus nietos y, dice el mito, los hizo danzar en su presencia. Tanto Felipe como María, cuya madre se había criado en los pasillos de esa jaula de oro de Tordesillas, quedaron sorprendidos por las muestras de afecto de su abuela, así como de su cordura.
Durmiendo en habitaciones separadas en Valladolid brotó la sarna en el cuerpo del príncipe. Esta enfermedad contagiosa alejó todavía más si cabe a la pareja, hasta el extremo de que, una vez recuperado, Felipe comenzó a mostrarse frío y «cuando están juntos parecía que estaba por fuerza y, en sentándose, se tornaba a levantar e irse». La hostilidad de Felipe mereció el reproche de Zuñiga, quien no quiso reparar en que tal vez había sido el régimen de terror impuesto lo que había situado a María Manuela en el terreno de lo virulento a ojos de un joven de 16 años.
Una mujer llamada Isabel de Osorio
En una carta fechada en enero de 1545, el Emperador siguió creyendo que la sequedad de su hijo hacia su esposa no procedía del desamor, sino del «empacho que los de su edad suelen tener». Quizás no era del todo consciente de ello, pero las exageradas medidas de Zuñiga daban poco espacio al empacho, y sí, por el contrario, a que su hijo desarrollara un sentimiento enfrentado hacia el sexo. Carlos fue informado de que Felipe había ido a buscar fuera lo que le estaba vetado en su dormitorio. Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo en si la relación empezó antes o después de casado, el año 1545 marca el génesis de la celebérrima aventura con Isabel de Osorio, de cuyo eco haría sangre Guillermo de Orange en sus ataques hacia el Rey.
Isabel de Osorio era una dama de compañía de la Emperatriz Isabel y luego de las hijas de esta, que empezó una relación con Felipe II cuando solo era un adolescente y la visitaba en la pequeña corte que la infanta María mantenía en Toro, Zamora. Isabel era nieta del obispo converso Pablo de Santamaría, quien había sido rabino de la judería de Burgos con el nombre de Selemoh-Ha Leví, y pertenecía a una culta pero modesta familia burgalesa. Frente al régimen de censura que se vivía en el lecho matrimonial, el príncipe halló un oasis en la belleza abrumadora de esta mujer cinco años mayor que él. Rubia, de ojos claros, culta e inteligente, la burgalesa encandiló al monarca como ninguna otra mujer durante casi diez años.
Ajeno a la intensidad de su relación con Osorio, Carlos creyó zanjada la crisis matrimonial con la noticia, ese mismo año, de que María Manuela estaba embarazada. Se permitió felicitar a su hijo por su destreza sexual, porque lo hubiera «hecho mejor de lo que yo pensaba». Sin embargo, la portuguesa falleció poco después de dar a luz a Don Carlos en un parto difícil. La princesa sufrió una grave infección, erróneamente tratada por sus médicos con paños calientes y sangrías, y murió poco después con solo 18 años. Pese al distanciamiento, Felipe II lo sintió profundamente y, al más puro estilo de los episodios depresivos de su padre, se retiró a un monasterio franciscano, en Abrojo, durante varias semanas a enterrar su pena.
Durante los siguientes años, Felipe II se ausentó en el único gran viaje que realizó el monarca fuera de la Península ibérica en su vida. Hay quien ha barajado que Osorio acompañó a Felipe en el Gran Viaje, pero si no lo hizo de forma física al menos lo hizo en su mente. Durante su estancia en Génova, Felipe insistió en conocer a Tiziano en persona. Felipe no valoraba especialmente la técnica del pintor veneciano, más del gusto de los pintores flamencos, empero le creía el más cualificado para iniciar su ambiciosa colección de arte erótico.
Los hijos bastardos del Rey
El hijo de Carlos encomendó al maestro veneciano siete cuadros basados en algunas escenas mitológicas de la «Metamorfosis de Ovidio». Los cuerpos desnudos solo estaban bien vistos en esta temática. Entre estas pinturas que Felipe guardaba con celo en su cámara destacaba una Danae desnuda repleta de curvas recibiendo a su amante, Júpiter, en forma de una lluvia de oro. La versión más aceptada es que esa Danae desnuda estaría inspirada en Isabel de Osorio, como también lo estaría la diosa del cuadro «Venus y Adonis», pintado poco después, y enviado directamente a Londres. Puritano hasta la médula, el Monarca evitaba mostrar estas pinturas en público y hasta que concluyó un inventario de sus bienes, en 1600, se desconocía la existencia de buena parte de esta colección erótica.
Esta fiebre sexual también le acompañó a Inglaterra. Según el confesor de una doncella de la Reina María Tudor, segunda esposa de Felipe II, halló la mano suelta del Rey mientras se lavaba la cara en cierta ocasión. La dama no se tomó a bien encontrar aquella extremidad y reaccionó al manoseo golpeando la mano regia con un báculo. Felipe asumió con humor el rechazo y aquello quedó en una anécdota que corrió por Europa.
Durante su breve estancia en Bruselas, Felipe II mantuvo una aventura con una dama flamenca llamada Madame d’Aller, entre otras tantas mujeres con las que se le vinculó de forma breve. No es de extrañar que a la muerte de María Tudor, los franceses, conocedores del apetito del español, exigieron en una cláusula no escrita del acuerdo por el que contrajo matrimonio con la hija del Rey de Francia, Isabel de Valois, que aquellas aventuras debían finalizar. Y al menos en el caso de Isabel de Osorio ya no iba a ser necesario finalizar nada, puesto que la dama burgalesa se había retirado de la Corte en 1556 y, poco después, recibió una cantidad de dinero millonaria a modo de compensación.
Cuestión aparte es si la relación de Felipe II e Isabel de Osorio devino en dos hijos ilegítimos. La ecuación plantea dudas razonables. A lo largo de su vida, Osorio dio a luz a dos varones, Bernardino y Pedro, y el único hombre con el que se le vinculó fue el Rey. Otros rumores sobre hijos ilegítimos enturbiaron la biografía del soberano. Según lo propagado por el malicioso Príncipe de Orange, el Rey mantuvo una relación con otra de las damas de su hermana Juana, Doña Eufrasia de Guzmán, que parió a un hijo de Felipe II en torno a 1564. Sobre el destino del joven, Orange aseguraba que Don Antonio de Leiva, tercer Príncipe de Asculi, fue obligado a reconocerlo como hijo suyo, lo que, a su vez, le habría arrastrado a morir de pena por la humillación.
La historia ofrece poca credibilidad y, más bien, parece sacada de una novela rosa. Especialmente sabiendo que la reina Isabel actuó como madrina en la boda de Eufrasia y Antonio, y que Felipe II mostró un interés nulo por el joven, incluso cuando éste fue desterrado de la corte por participar, ya siendo mayor de edad, en una gamberrada en el Convento de las Descalzas Reales.
Fuente ABC