El confitero que inventó las conservas para equipar al ejército napoleónico

Sello de 1955 en homenaje a Appert/Imagen: Stampboards

Francia y el mundo en general le deben a Napoleón muchas cosas, unas positivas y otras no tanto, en los más variados campos: desde el código legal en que se basa la Europa actual a la aparición de los nacionalismos, pasando por el laicismo en la enseñanza o el asentamiento de la burguesía en el poder. No obstante, está claro que Bonaparte fue ante todo un genio militar que supo crear una máquina de guerra casi imparable como la Grande Armeé, en la que introdujo detalles aparentemente menores pero, en realidad, muy trascendentes. Uno de ellos fue el de las conservas.

 

 

Hoy en día sería impensable la vida sin alimentos en conserva; sencillamente, no habría forma de atender la demanda para el enorme volumen de población. La cosa sería aún más grave en el ámbito militar y ésa es la clave: como pasó y pasaría más veces en lo sucesivo, la tecnología militar es una constante fuente de aportaciones prácticas para la vida cotidiana. En este caso con más razón porque las tropas francesas, inmersas en tantas campañas continentales e intercontinentales, necesitaban algo que solucionase las necesidades de avituallamiento para no depender exclusivamente del saqueo.

Napoleón como Primer Cónsul (Jean-Antoine Gros)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Tras el verano de 1799, Napoleón regresó a su país de su aventura por Egipto para afrontar la amenaza de la Segunda Coalición (Gran Bretaña, Austria, Rusia, Nápoles y Portugal) y, atendiendo la propuesta de Sieyes, uno de los miembros del Directorio, dio un golpe de estado contra éste el 18 de Brumario. Con la ayuda de su hermano Luciano, más Talleyrand y Ducos, puso fin al régimen transformándolo en un consulado con él mismo como Primer Cónsul. Eso le dio un poder casi omnímodo para acometer una serie de reformas administrativas, entre ellas algunas de las citadas antes.

Pero lo que nos interesa aquí es la convocatoria que hizo unos meses después, ya en 1800, de un concurso público para premiar el mejor método de conservación de alimentos, destinado a equipar al ejército y facilitar no sólo su aprovisionamiento (un problema que se revelaría sangrante durante la retirada de Rusia, en que las raciones de sus soldados sólo aguantaban tres semanas y no había otras opciones al practicar el enemigo la táctica de tierra quemada) sino también prevenir la aparición del escorbuto en filas. El escorbuto era una enfermedad provocada por carencia de vitamina C que afectaba sobre todo a los marineros, debido a que en alta mar no podían consumir frutas ni hortalizas y se alimentaban a base de carne seca y la famosa galleta, si bien se había encontrado una solución parcial tomando chucrut (col fermentada con vinagre).

La retirada de Napoleón de Moscú (Adolph Northen)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El Primer Cónsul ofrecía doce mil francos de premio. El ganador fue un confitero llamado Nicolas Appert, que trabajaba en París desde 1784 aunque era natural de Châlons-sur-Marne, donde había nacido en 1749. Appert, que era hijo de posaderos, entró al servicio del duque Christian IV de Deux-Ponts-Birkenfeld, en Alemania, y tras la muerte de éste siguió trabajando para su viuda, Marianne Camasse, condesa de Forbach, famosa por su afición a dulces y pasteles. Luego, un año más tarde de instalarse en la capital francesa, se casó con Elisabeth Benoist y tuvo tres hijas.

El estallido de la revolución le llevó a prisión, donde pasó tres meses hasta que pudo salir gracias al soborno de unos amigos. Volvió entonces al negocio minorista que regentaba y con el que le iba razonablemente bien, hasta el punto de tener seis empleados y abrir locales en otras ciudades como Marsella y Ruán. Pero, harto de tener que tirar tanto género al pudrirse, a partir de 1795 empezó a investigar su propio sistema para preservar la comida, alcanzando cierto éxito con algunos productos, fundamentalmente líquidos (sopas, mermeladas, lácteos…).

Los introducía en frascos de vidrio que luego tapaba con un corcho que aseguraba con alambre y sellaba con cera, bautizando la técnica con su propio apellido: appertización. Poco a poco fue mejorándola adquiriendo botellas específicas, de cuello ancho y paredes gruesas, de forma que podía elaborar una producción más o menos grande. Eso le permitió convertirse en suministrador de la marina francesa y ampliar las pruebas, que en 1802 le llevaron a cambiar de envase: en 1802 fundó una fábrica de estaño, material con el que pensaba hacer latas en sustitución de las botellas por su menor fragilidad.

Una de las botellas que se conservan de Appert/Imagen: Jpbarbier en Wikimedia Commons

La técnica de la appertización consistía en llenar las botellas hasta el borde (sin dejar aire dentro) y sellarlas perfectamente gracias a que el corcho se apretaba con una prensa (y se aseguraba con alambre) para, a continuación, envolverlas en lienzo y sumergirlas en agua hirviendo durante doce horas, cocinando su contenido. De esa forma, los alimentos duraban mucho más tiempo sin estropearse ni perder en exceso sus cualidades de sabor y aroma (aunque algo sí perdían porque se llevaba la temperatura hasta la ebullición y se mantenía así, por encima de los setenta grados que hubieran bastado). Appert creía que la clave estaba en la combinación entre el calor aplicado y la ausencia de aire en el interior de los frascos.

Acertaba sólo a medias porque, en realidad, el secreto residía en que esas condiciones eliminaban las bacterias y otros microorganismos encargados de la descomposición. Pero eso no se supo hasta seis décadas más tarde, cuando lo descubrió Louis Pasteur quien, en un noble gesto, reseñó en su libro Ètudes sur le vin la importancia que el trabajo primigenio del ingenioso confitero había tenido para inspirarle. Como indica su nombre, Pasteur fue quien creó la pasteurización, o sea, la eliminación de patógenos de los alimentos mediante un proceso térmico, en 1864.

Louis Pasteur en su estudio/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En aquellos tiempos las cosas se hacían con mayor lentitud y a más largo plazo, así que el mencionado concurso napoleónico no tenía plazo y los que aceptaron el reto sabían que les esperaban años de experimentación. Por eso Appert presentó su primera propuesta basada en las latas en 1806, durante una exposición gastronómica, con la novedad de que ya no se limitaba a los líquidos e incluía también verduras y frutas. Recibió elogios y volvió a llamar la atención de la Armada, que decidió probar.

Pero todavía tuvo que esperar otros cuatro años hasta que el Conde de Montelivert, ministro del Interior, respondió a su propuesta, dándole a elegir entre una patente o contratar con el Gobierno. Appert optó por lo segundo, ya que su aspiración era que todos se beneficiasen de su invento, y la Oficina de Artes y Manufacturas ministerial le entregó el premio para que financiara su publicación él mismo. Así lo hizo, editándose seis mil ejemplares de un libro titulado L’Art de conserver pendant plusieurs années toutes les substances animales et végétales (El arte de conservar durante varios años todas las sustancias animales y vegetales).

El libro de Appert/Imagen: Maremagnum

Doscientas copias fueron para el ejecutivo imperial (Bonaparte se había proclamado emperador en 1804), que las distribuyó por todas las diferentes prefecturas. el que se puede considerar primer tratado sobre el tema, conocería otras tres ediciones en 1811, 1813 y 1831. Así fue cómo empezó la fabricación de conservas, pues la llamada Maison Appert, ubicada en Massy (cerca de París), se puso a producir a una escala más allá de la artesanal. Carne, huevos, verduras, platos preparados y hasta una oveja entera (el récord) se podían envasar en vidrio, aunque Appert empezó a barajar la posibilidad de usar recipientes de estaño; la hojalata fue descartada porque la que se usaba en Francia era de baja calidad.

De hecho, otros se le adelantaron sustituyendo las botellas por latas cilíndricas de hierro bañado en estaño y selladas al vacío. Fue el caso de un comerciante británico de origen francés llamado Peter Durand, que en 1810 patentó ese método (según los rumores robándoselo al francés Philippe de Girard) y cuya patente compraron los ingleses Bryan Donkin y John Hall un par de años después, dando origen a la producción industrial de conservas en lata. Éstas tuvieron una difusión limitada debido a las dificultades que presentaba su apertura, pues el abrelatas no se inventó hasta 1855 (fue otro inglés, Robert Yeates) y mientras hubo que recurrir a martillo y escoplo.

Retrato de Appert (grabado en madera anónimo de 1841)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Appert suministró conservas a la Grande Armeé hasta 1814, cuando su fábrica fue incendiada por los soldados que invadieron el país tras derrotar a Napoleón. Quedó arruinado y aunque trató de rehacerse, los británicos ya le habían tomado la delantera y fabricaban a mucha mayor escala de lo que él podía hacer y encima a menor precio. Aún así logró mantener el negocio y en 1840 se lo vendió a un amigo, Auguste Prieur (que lo rebautizó como Prieur-Appert) y falleció al verano siguiente a la edad de noventa y un años. Fue enterrado en una fosa común porque su viuda no tenía dinero para pagar una tumba.

Fuentes: L’Art de conserver pendant plusieurs années toutes les substances animales et végétales (Nicolas Appert)/Envase y embalaje. La venta silenciosa (Ángel Luis Cervera Fantoni)/Los inventos que cambiaron al mundo (Julio Guzmán Ludovic)/Alimentación y cultura. Necesidades, gustos y costumbres (Jesús Contreras)/Nicolas Appert. A biography of Nicolas Appert 1749-1841 (Malcolm Summers)/Wikipedia/LBV