El asedio de Esparta y la muerte del rey Pirro

El asedio de Esparta (François Topino-Lebrun)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Entre finales del siglo IV y principios del siglo III a.C. Esparta ya había dejado atrás sus días de gloria y el peso político-militar estaba en otras zonas de Grecia. No en Atenas ni en Tebas; tampoco en Macedonia, que tras la muerte de Alejandro no sólo decayó sino que vio disgregado en trozos que se repartieron los generales (los que, según dijo el Magno premonitoriamente, le harían un “funeral sangriento”). El verdadero poder naciente se situó en el Epiro, una región localizada en la parte noroeste de Grecia y lo que hoy es Albania; la tierra natal de Olimpia, madre de Alejandro, que en esa época vivía momentos de esplendor bajo el reinado de Pirro.

Este monarca es conocido, sobre todo, por su enfrentamiento con otra potencia creciente, la República de Roma, contra la que emprendió una campaña en la propia península itálica que, gracias a su genio militar -Pirro fue uno de los tres grandes generales de la Antigüedad, en opinión de Aníbal-, estuvo a punto de coronar con éxito. En el año 281 a.C. los griegos de Tarento pidieron ayuda a Pirro ante la amenaza del expansionismo romano sobre la Magna Grecia (el sur de dicha península y Sicilia) y él respondió acudiendo con un ejército de 20.000 infantes, 3.000 jinetes y varias decenas de elefantes.

Estatua de Pirro en los museos Vaticanos/Imagen: Andrea Puggioni en Wikimedia Commons

Pese a su inferioridad numérica, llevó a cabo una victoriosa campaña que tuvo su momento álgido con el triunfo en la Batalla de Heraclea, aunque a costa de un número muy elevado de bajas. Por eso ofreció un acuerdo razonable al enemigo que éste, sin embargo, rechazó porque poco después firmaba la paz con los etruscos y recibía tropas consulares de refuerzo. Pirro volvió a verse en desventaja pero de nuevo se apuntó un tanto en combate; fue en Asculum, aunque de nuevo le supuso pérdidas propias tan importantes que dejó una frase al respecto para la posteridad (“¡Otra victoria como ésta y estaré vencido!”) y la expresión victoria pírrica para referirse a aquélla que se consigue con grandes pérdidas.

No obstante, se firmó una tregua durante la que aprovechó para saltar a Sicilia y ayudar a las ciudades helénicas contra la invasión cartaginesa. La cosa no salió bien: se estrelló en su intento de conquista de Lilibea y los propios griegos terminaron renegando de él, lo que le llevó a desatar una dura represión que al final, paradójicamente, hizo que aquellos a quienes iba a auxiliar se alzaran en armas en su contra. Así, en el 276 a.C. regresó a Italia para reanudar la campaña contra Roma. No le iba a resultar fácil porque la flota cartaginesa le hundió buena parte de la suya durante el trayecto y el grueso de sus hombres ya no eran epirotas sino mercenarios, bastante menos fiables.

Las Guerras Pírricas en Italia/Imagen: Piom en Wikimedia Commons

El choque definitivo con los romanos fue en Beneventum al año siguiente y supuso una seria derrota porque sus tropas estaban agotadas y además los elefantes se desmandaron sembrando el pánico entre sus propias filas. Sin soldados ni recursos, Pirro tuvo que renunciar y regresar a Epiro en el 274 a.C. Pero sólo fue el punto final del sueño de conquistar Roma; otros lugares estaban esperando y, en efecto, en cuanto se recuperó se lanzó contra Antígono II Gónatas de Macedonia en una operación de castigo por haberse negado a enviarle refuerzos a Italia.

La razia fue tan fulminante que las ciudades se le rendían sin resistencia, por lo que cambió sus planes sobre la marcha y decidió adueñarse del país proclamándose rey. Era la segunda vez que lo hacía, pues cuando tenía 23 años, aprovechando la inestabilidad del trono macedonio a causa de luchas intestinas por la sucesión, había vencido a Demetrio Poliorcetes para coronarse él junto a su aliado Lisímaco. Fue una etapa efímera, de sólo unos siete meses, porque los macedonios preferían a su compatriota y tuvo que irse; ahora tenía la oportunidad de vengarse.

Pirro contra los romanos en Asculum (Giuseppe Rava)/Imagen: Pinterest

Siendo pues el nuevo soberano de Macedonia y parte de Tesalia, así como de su propio reino epirota, le llegó otra petición de ayuda en el 272 a.C. Esta vez procedía de Cleónimo, un príncipe espartano que servía en su ejército y reclamaba su derecho al trono de esa ciudad tras haber sido apartado por su sobrino Areo, cuyo hijo Acrótato, encima, había seducido a su esposa Quilonis. Al menos así lo cuenta Plutarco. El caso es que Pirro aceptó y reunió un ejército parecido al que usó contra Roma: 25.000 infantes, 2.000 jinetes y 24 elefantes.

Por supuesto, seguramente tenía sus propios planes. Pondría a Cleónimo en el trono espartano, sí, pero como títere tras conquistar todo el Peloponeso y tener de esa manera un aliado contra un posible intento de Antígono II Gónatas de recuperar el cetro macedonio (de hecho, éste se había refugiado en Salónica). A Pirro se le presentaba una oportunidad de oro porque el grueso de las tropas espartanas se encontraban ausentes, combatiendo en Creta en ayuda de los gortinos a las órdenes de Areo en persona, así que avanzó sin oposición por el Golfo de Corinto ayudado por la Liga Etolia (una federación de ciudades enemiga de la Liga Aquea y que era hostil al citado Antígono), mientras recibía propuestas de alianza por parte de algunas polis peloponesias como las arcadias Élide y Megalópolis, que deseaban sacudirse la primacía de Esparta.

Moneda de Antígono II/Imagen: Uploadalt en Wikimedia Commons

La campaña cogió por sorpresa a los embajadores lacedemonios, a quienes Pirro había prometido que únicamente pretendía liberar las ciudades que aún dominaba Antígono, ofreciendo a cambio amistad y enviar a sus propios vástagos con ellos para aprender las leyes de Licurgo. Los burlados emisarios le reprocharon luego su engaño y, según reseña Polieno en sus Estratagemas, el rey les respondió: “Cuando vosotros los espartanos resolvéis hacer la guerra, es vuestra costumbre no informar de ello al enemigo. No me acuséis, por tanto, de injusticia, si he utilizado una estratagema espartana contra los mismos espartanos”.

Y es que Esparta parecía presa fácil, con poca gente para defenderla, y por eso Cleónimo animó a Pirro a atacar nada más que la tuvieron a la vista en plena noche. Sin embargo, el epirota no quiso arriesgarse a la destrucción que causarían sus mercenarios gálatas en el descontrol de la oscuridad y prefirió esperar a la mañana. Entretanto, la ex-reina espartana Araquidamia se negó a obedecer la orden de evacuación de las mujeres dictada por la Gerusía (un consejo formado por 28 ancianos de más 60 años que tenía funciones legislativas y de control a la diarquía) y todas se aprestaron a ayudar a los hombres en rechazar a los invasores.

El sur de la península del Peloponeso/Imagen: Semperf en Wikimedia Commons

Como principal línea de defensa se había excavado un foso perimetral de casi 2 metros de profundidad, 3 de anchura y 2.400 de longitud para impedir acercarse a los elefantes. Asimismo, se pidió ayuda a Antígono y se envió aviso al rey Areo para que retornara. Pese a todo, la guarnición apenas contaba con 2 millares de efectivos, en buena parte refuerzos de Argos y Mesenia, frente a la formidable fuerza de Pirro, de ahí las demostraciones que hubo que hacer de determinación: la reina Quilonis, por ejemplo, anunció públicamente que se suicidaría antes que volver con su marido.

Al amanecer, los sitiadores lanzaron un primer asalto que, entorpecido por la zanja, fue rechazado. Intentando rodearla, Pirro descubrió que no cubría todo el perímetro pero los huecos se habían taponado con carros clavados en el suelo; los galos lograron quitar algunos y abrir brecha pero Acrótato, el hijo de Areo, que había quedado al mando, envió una pequeño contingente de 300 hombres contra la retaguardia enemiga que, aprovechando la irregularidad del terreno, pudo acercarse sin ser visto y sembrar la confusión, interrumpiendo el ataque galo. Fruto de aquel éxito los espartanos aclamaron a su príncipe diciéndole que se reuniera con Quilonis para engendrar más hijos como él.

Busto de Pirro/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Esa noche Pirro soñó que incendiaba Esparta con rayos lanzados por él mismo. Los augures interpretaron que era una premonición de la victoria pero su amigo Lisímaco le advirtió en sentido contrario: la tradición recomendaba evitar los lugares donde golpea un rayo, así que Esparta nunca caería. El rey prefirió hacer caso a los otros y dispuso a las tropas para una nueva oleada por la mañana, ordenando rellenar el foso con tierra y cadáveres enemigos. Los espartanos hicieron cuanto pudieron por impedirlo, así que Pirro encabezó personalmente una carga de caballería que empujó a los defensores hacia sus murallas pero que estuvo a punto de costarle cara, al ser derribado su caballo y obligar a sus hombres a retirarlo del campo de batalla maltrecho, entre una lluvia de flechas.

La conquista de la ciudad se había complicado pero como los defensores sufrieron considerables bajas, teniendo en cuenta su limitado número, intentó pactar con ellos una capitulación honrosa. No pudo porque entonces aparecieron oportunamente refuerzos enviados por Antígono desde Corinto al mando del general focense Aminias, un antiguo pirata y mercenario. Y poco después Esparta respiró al ver aparecer a Areo con otros 2.000 hombres. Pirro lanzó un nuevo ataque pero volvió a estrellarse y comprendió que la ocasión había pasado, así que levantó el asedio y se retiró.

El ejército de Pirro: un epirota, un samnita, un gálata y detrás un elefante con dos guerreros epirotas y el mahout o conductor (Johnny Shumate)/Imagen: Johnny Shumate

Su plan era invernar en Laconia saqueando los campos para dejar a Esparta sin aprovisionamiento, pero entonces recibió una nueva oferta: esta vez procedía de Argos, donde un notable llamado Aristeas requería sus servicios para derrocar al gobernante, Arístipo, un aliado de Antígono. Pirro se encaminó hacia la Argólida, dispuesto a adueñarse de la polis. Pero el trayecto fue un infierno; los espartanos atosigaron su columna con emboscadas y ataques guerrilleros a la retaguardia, diezmándola poco a poco y sembrando la desmoralización entre los mercenarios gálatas y molosos.

Viendo el peligro de desmoronamiento de sus hombres, Pirro puso al mando de esa retaguardia a su propio primogénito, Ptolomeo, a quien le tocó afrontar el momento más delicado: contener al enemigo mientras el ejército cruzaba el estrecho paso que salia de Laconia. Un cuerpo de élite espartano liderado por Evaclo le derrotó, matando en la refriega a Ptolomeo y exterminando a los suyos. Pirro envió a la caballería molosa y acabó con los espartanos, matando con sus manos a Evaclo y poniendo a salvo la columna.

El gálata moribundo. Los gálatas eran gentes originarias de la Galia pero asentadas en Galacia, una región del centro de Asia Menor /Imagen: Jean-Pol GRANDMONT en Wikimedia Commons

Siguió la marcha hacia Argos, donde le esperaba, según sus informantes, Antígono. Pese a que hubo unas negociaciones de paz, Pirro decidió aplicar la misma táctica que en el Peloponeso y saltarse lo acordado. De noche, guiado por Aristeas, entró en Argos al frente de sus tropas, trabando combate con los argivos de Arístipo y sus aliados, tanto los macedonios de Antígono como los espartanos de Areo. En medio del caos nocturno, Pirro tuvo que atrincherarse en un barrio y pedir ayuda a su otro hijo, Heleno, que había quedado encargado del grueso del ejército.

La dificultad de las comunicaciones en esa época supuso el desastre: Heleno tenía que abrir una brecha en la muralla para distraer al enemigo y permitir la retirada de su padre pero entendió mal las instrucciones y lo que hizo fue entrar en la ciudad con los suyos por el mismo sitio por donde escapaba Pirro. Unos y otros se fundieron en un caos de hombres, armaduras y armas, agravado por la caída de un elefante frente a la puerta, obstruyendo el paso, mientras otro se desmandaba agravando el pandemónium.

Las tropas de Pirro atascadas en Argos/Imagen: Garrison Publishing

Mientras se intentaba poner orden, Pirro dirigía la defensa hasta que un lanzazo le hirió levemente en el pecho. Según Pausanias, el rey se giró para matar al soldado responsable y la madre de éste, para proteger a su vástago, le arrojó una teja que le noqueó, derribándole del caballo. Entonces, uno de los macedonios llamado Zópiro aprovechó para matarle y cortarle la cabeza. Se la enviaron a Antígono, quien asqueado mandó enterrar a su adversario con honores y depositar sus restos en el templo de Démeter.

Con la muerte de Pirro finalizó la etapa dominante del Epiro en favor de un renacimiento macedonio, especialmente después de que los hasta entonces aliados Antígono y Areo, terminaran enfrentándose y el primero derrotase al otro en la Batalla del Istmo de Corinto (265 a.C.) y Esparta pasase a ser una potencia menor durante décadas.

Fuentes: Las vidas paralelas. Vida de Pirro (Plutarco)/Descripción de Grecia (Pausanias)/ Poliorcética. Estratagemas (Polieno)/Esparta y sus problemas sociales (Pavel Oliva)/Alexander to Actium. The historical evolution of the Hellenistic Age (Peter Green)/El mundo griego después de Alejandro, 323-30 a.C. (Graham Shipley)/Ab urbe condita. Historia de Roma desde su fundación (Tito Livio)/Wikipedia/LBV